Conocí a Fidel Castro en La Habana a principios de la década de los noventa del siglo pasado. Coincidimos en el aeropuerto mientras esperábamos que aterrizara el DC 10 de Iberia que transportaba a D. Manuel Fraga a la isla. Estuvimos a solas (escoltas aparte) en la sala VIP el Embajador, Fidel y yo, a la sazón Cónsul General. Nos preguntó por el modelo de avión de la compañía española y tras informarle señaló unos Tupolev obsoletos en la pista y nos preguntó «y ¿qué hago yo con esta porquería?» Volví a verlo en dos ocasiones más, una en el Palacio presidencial y otra en la residencia del Embajador. Tenía empatía y era lo que suele caracterizarse como un tío simpático. Mi mujer le pidió un autógrafo que le había encargado una de sus sobrinas y se lo dio complacido; como es psicóloga y grafóloga, me explicó que la letra y la firma revelaban, además de fluidez mental, una egolatría desmesurada, apenas superadas por las de Don Manuel, a quien también se sintió obligada a solicitar su autógrafo porque los dos políticos estaban codo a codo.
OPINIÓN | Melitón Cardona. Diplomático jubilado
En la muerte de Fidel Castro
Eivissa30/11/16 0:00
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