Bajo ese instinto filosófico del ser humano de sentir curiosidad por sus problemas esenciales y existenciales se encuentra uno y el más fundamental, el querer poner en claro su ser y su destino. El filósofo español Ortega y Gasset apuesta por hacerlo a través de la adquisición de una conciencia histórica de nosotros mismos, la cual podemos conseguir, en parte, leyendo libros.

Mas en la lectura de libros, como en muchos otros órdenes intelectuales aflora, como una de las mayores enfermedades del pensamiento, otro problema del ser humano, el hecho de dar por supuesto y por sabido lo esencial.

En este día del libro tan señalado y no porque no lo sepamos, se nos invita a refrescar, a recordar, mientras leemos, lo que es el libro, preguntándonos qué es esa cosa que tenemos en nuestras manos cuando decimos qué es un libro.

Platón en el Fedro, hace dos mil trescientos años, junto con el alma, define el libro como una auténtica función viviente que está diciendo siempre lo que hay que decir, un decir que es una de las cosas que el ser humano hace y que hace para algo y por algo, un decir que tiene como fin el propio decir y que reclama esencialmente su conservación y, por lo tanto, que quede escrito, fijado, como si una voz anónima lo estuviese diciendo siempre.

Pero, además de saber, mientras leemos, lo que es un libro, necesitamos saber qué le pasa a un decir cuando se le fija, cuando se le deja escrito.

Antes de los libros, el decir, que es fungible, caduco y busca la permanencia, quedaba recolectado en la memoria del anciano de la tribu, el cual encarnaba la sabiduría del grupo y esta se transmitía de generación en generación. Con la aparición del libro esta función casi mística y esotérica del anciano de la tribu alrededor de la hoguera se va perdiendo y va dando paso a un libro que objetiva la memoria y la materializa, vegetal o mineralmente, poniéndola a disposición de todo el mundo.

Sin embargo, el decir, al quedar escrito, deja en silencio y sin decir muchas cosas sabidas, deja sin decir la situación vital en la que se dijeron esas palabras. La escritura, al fijar un decir, conserva solo las palabras y se pierde, se volatiliza, la situación vital de la cual brotaron, permaneciendo en el libro solo la ceniza del pensamiento efectivo.

¿Y qué hace falta para que este pensamiento reviva y perviva mientras leemos un libro?
Que quien lea el libro lo acompañe con haber pensado y con que piense por sí mismo sobre el tema que lee. Cuando esto no se hace, el libro se convierte en un instrumento terriblemente eficaz para la falsificación de la vida humana, dejando las cabezas atestadas de pseudo ideas inercialmente recibidas, entendidas a medias y desvirtualizadas, siendo esto causa de buena parte de los problemas vivos de nuestra época.

Hoy hay demasiados libros, se producen en abundancia torrencial, debido a su función crematística (donde se da la creación de falsos libros) y se lee demasiado. Lo primero causa que no podamos leer todo sobre el tema que nos interesa, que podamos ir perdidos, lo segundo es efecto de que no esté regulada su producción y lo tercero es que se lee mucho y se piensa poco sobre lo que se lee, por lo que el humano no piensa por su cuenta y no repiensa lo que lee.

Según Ortega, ya que el bibliotecario tiene los libros como materia sin la cual su profesión no tiene sentido, igual que el matemático tiene los números, el arquitecto las areniscas, los filósofos las ideas filosóficas, el médico las medicinas o el abogado las leyes, una solución a estos problemas que genera el estado de los libros es definir la función del bibliotecario como un filtro entre el torrente de libros y el humano, como el encargado de organizar colectivamente la producción del libro, regular su producción, dirigir al lector especializado e higienizar sus lecturas para que la lectura de libros reviva y haga pervivir el pensamiento y la situación vital con los que fueron escritos, dando sentido a la frase de Michel Foucault ‘escribo para utilizadores no para lectores’.