El grupo de 12 inmigrantes que sí fue detenido, en los juzgados. | Alejandro Sepúlveda

«Soy diabético y no llevo mi inyección de insulina». Yassine J., marroquí de 24 años, se encuentra sentado en la fila 4, en la letra F. El vuelo 3O 437 ha despegado de Casablanca y se dirige a Estambul, sobrevolando territorio europeo. A bordo del Airbus A-320 de la compañía Air Maroc viajan 152 pasajeros y el despegue ha sido tranquilo. Todo normal. Hasta que el jefe de cabina repara en el aspecto de Yassine. Le ofrece un vaso de agua y algún alimento, para remontar la crisis diabética: «No, gracias, acabo de comer», replica, lacónico. Son las 17.13 horas del viernes 5 de noviembre y nada se intuye, a esas alturas, que se está gestando la mayor invasión migratoria aérea de las últimas décadas en Mallorca. Y la más humillante.

El jefe de cabina, agobiado por el estado del pasajero, pide ayuda y resulta que en los asientos 28B y 11E viajan sendos doctores, que atienden al joven. Su amigo Boualouch Y. aprovecha para acercarse al enfermo e infundirle ánimos. El supuesto coma se agudiza y Yassine requiere de oxígeno porque tiene dificultades para respirar. El que, hasta ahora, era un vuelo plácido, se convierte en un trayecto lleno de tensión, con pasajeros mirando en todas las direcciones e interrogando a la tripulación sobre qué está pasando.

El comandante del vuelo es informado y revisa su hoja de ruta. Están sobre Alicante y hay cuatro posibilidades: aterrizar en aquel aeropuerto, a 20 minutos; volar a Eivissa, a 25; hacerlo a Valencia, a 28 o girar hacia Oujda, a 48. Contacta con la torre de control de Barcelona y sigue volando. El doctor, entonces, advierte que al pasajero le quedan 15 minutos de vida y el comandante, a las 17.30 horas, decide descender hasta Son Sant Joan «con buen tiempo y buenas instalaciones aeroportuarias», justifica. Aterriza 21 minutos después y a las seis de la tarde se abren por fin las puertas para que entren los médicos y se lleven al marroquí supuestamente agónico, que de camino al hospital de Son Llàtzer, junto a su amigo, experimenta una milagrosa recuperación. El jefe del Airbus asegura que en esos momentos «el avión estaba sin asistencia, ningún personal de tierra y ninguna policía». Ordena abrir las puertas principales y colocar las correas de «inspección prevuelo» Además, aprovecha para recargar combustible.

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A las 18.30 horas saltan todas las alarmas. Por segunda vez. Un pasajero sentado en un asiento de salida, sobre el ala, quita la cobertura de seguridad de una puerta y desbloquea la palanca de salida L3, forzándola. Interrogan al viajero sobre su conducta y se encoge de hombros: «No lo he hecho aposta». Un compañero que está junto a él improvisa otra versión: «Estaba intentando fumar». Algo empieza a oler muy mal en todo aquel asunto y la situación se tensa por momentos. Retiran a los pasajeros próximos a esa puerta y un tripulante vigila la salida de emergencia. Los minutos transcurren entre miradas cómplices y rostros perlados en sudor. El motín está a punto de estallar.

Primero piden agua y después algunos alegan que quieren tomar un pitillo, que la espera les está poniendo nerviosos: «Queremos salir», gritan desde las filas de atrás, alegando que la situación es claustrofóbica. Los azafatos se disculpan por el retraso y el jefe de cabina tiene que ponerse al frente de lo que ya parece una rebelión. Casi un motín. De repente, 23 de los pasajeros se levantan súbitamente de sus asientos y enfilan el angosto pasillo, a trompicones. Solo queda en su camino el tripulante, que es literalmente arrollado. Sufre contusiones en la espalda, un brazo y resulta con el hombro dislocado. Cuando sus compañeros lo levantan presenta un fuerte dolor de espalda. La fuga, en cualquier caso, podría haber sido peor. En el informe de Air Arabia se destaca que la tripulación «paró a los pasajeros restantes» que querían salir del avión a la carrera.

Es entonces cuando el comandante comunica por emisora la huida masiva de pasajeros, que se están desperdigando por las pistas de Son Sant Joan en una imagen insólita. El piloto, en su declaración, sostiene que poco después llegaron «policías con perros y armas». Mientras la Policía Nacional y la Guardia Civil se movilizaban en busca de los fugitivos, las azafatas ofrecieron comida y bebida a los pasajeros que seguían en sus asientos y que tenían la vista fijada en las ventanillas, oteando en busca de los amotinados. La Benemérita reingresa a dos magrebíes que estaban a pie de avión, sin saber muy bien qué hacer y un agente anuncia al pasaje que debían trasladarse a la terminal, para un recuento y control de seguridad. La mayoría se niega y se escuchan de nuevo gritos cuando un policía intenta entrar armado en la nave. Sólo 20 viajeros aceptan salir del Airbus, custodiados, y el resto permanece en sus asientos, tensos como el acero. Aún no son conscientes de que los 25 huidos han arruinado en unos minutos, y de forma irreversible, la reputación de seguridad de Son Sant Joan.