Pau y sus padres, pendientes de la prueba de control de glucosa que acaba de hacerse el pequeño. | miquel a. canellas

Pau, con sólo nueve años, ya es todo un campeón puesto que demuestra cada día que sabe hacer frente a los sinsabores de la vida de una forma admirable. Con tan solo siete años le diagnosticaron diabetes tipo 1. Tanto a él como para sus padres esta enfermedad les ha supuesto un cambio de vida radical. Sin embargo, este gran pequeño ha dado una lección a todos y ha sabido crecerse ante la adversidad. Su vocabulario médico asombra a cualquier adulto y tiene tan interiorizada la necesidad de llevar una vida sana, que incluso se ha convertido en un modelo a seguir para los niños de su clase, donde es el más rápido corriendo. Pau lo atribuye a que come muy bien.

En julio de 2020 el pequeño comenzó a tener mucha sed y se podía beber litros de agua por la noche. Sus padres lo achacaron a la ola de calor, pero notaron que estaba más cansado de lo habitual y decidieron llevarlo al médico. Allí comenzó su calvario; que, a su vez, supuso su salvación, gracias al tratamiento que inició. Estuvo 10 días ingresado, pero afortunadamente no tuvo que entrar en la UCI.
Para sus padres escuchar el diagnóstico supuso un auténtico shock. Desde entonces su vida ha cambiado radicalmente, no saben lo que es dormir más de tres horas seguidas por la noche. Los avances de la ciencia han permitido que Pau pase de pincharse insulina hasta 15 veces al día en los casos más extremos (lo habitual eran unas 7) a hacerlo una vez cada tres días. Desde junio, un sensor y una bomba van introduciendo la insulina que su cuerpo necesita; antes llevaba otro pero no iba asociado a la bomba.

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Pese a las mejoras que ha supuesto este cambio, la bomba hay que regularla y de eso se encargan constantemente sus progenitores. Su padre explica que pasan las noches vigilando sus niveles de glucosa a través de una aplicación del móvil; identifican a la perfección el significado de cada sonido (azúcar alta o baja) y el modo de proceder conveniente. Antes tenían que despertarlo por la noche, cuando tenía subidas o bajadas en sus niveles de glucosa; ahora ya no es necesario y el pequeño puede descansar.

El problema viene cuando se produce una bajada de azúcar. «Por dentro noto temblores, mareos y es como si me fuese a caer», describe el pequeño Pau. Él nunca ha llegado a marearse, seguramente por el estrecho seguimiento que realizan sus padres de sus niveles de glucosa. Así, pesan todas las comidas que el pequeño ingiere, ya que de ello depende la insulina que tienen que ponerle.
Cada vez que come hidratos tiene que ponerse insulina. La dedicación y la entrega de esta familia permite que Pau pueda asistir a los cumpleaños de sus amigos. Con moderación, él puede comer de todo, hasta la tarta. Para ello, sus padres se informan con antelación de las cantidades de hidratos que llevan y pesan la cantidad que va a tomar, para aplicarle la insulina correspondiente. También tiene que ponerse insulina cuando practica determinados deportes.

Los padres reivindican que en los centros escolares haya una enfermera formada en diabetes para poder tratar estos casos. La madre insiste en que ellos siempre han llevado una vida muy sana: dieta mediterránea y práctica deportiva. Esto les ha permitido no tener que cambiar en exceso sus costumbres. Eso sí, siempre van acompañados de sus «dos mochilas: la mental y la física», en la que llevan un zumo, una manzana y glucagón (una hormona producida por el páncreas, que ayuda a controlar el nivel de azúcar en la sangre del cuerpo), entre otras cosas
Esta familia destaca el papel de la asociación de personas con diabetes de Baleares (Adiba).