Un profesional sanitario en un pasillo del hospital Son Espases | miquel a. cañellas

El coordinador autonómico de salud mental, Oriol Lafau, tiene la sensación de que la población está «cansada, decepcionada, triste» y no es ajeno el colectivo sanitario, uno de los más golpeados por la crisis de la COVID. El pasado lunes fue noticia un pediatra de Granada al suicidarse tras reincorporarse al trabajo después de una larga baja laboral. Es el extremo más dramático de una situación que afecta a gran parte de un sector al que tradicionalmente le cuesta más pedir ayuda.

El Programa de Atención Integral al Médico Enfermo del Col·legi de Metges de Baleares atendía el año pasado a 87 facultativos, casi el doble que en 2019, el año anterior a la pandemia. Cada año, además, se incrementan las peticiones de ayuda, el incremento es mayor entre los médicos de Atención Primaria pero también crece en el ámbito hospitalario. «Hemos duplicado el presupuesto del programa porque se ha disparado la petición de apoyo terapéutico y emocional», confirma su coordinadora, la secretaria general del COMIB, Rosa Robles.

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Los problemas de salud mental raíz de la pandemia entre estos profesionales han cambiado. El IB-Salut puso en marcha durante el confinamiento una unidad destinada a la ayuda inmediata, por aquel entonces el mayor miedo entre los sanitarios, en general, era contagiarse del virus y transmitirlo a sus familiares. Un equipo formado por 24 psicólogos y cuatro psiquiatras llegó a atender a 573 sanitarios. En el pico de más demanda, entre la primera y la segunda ola de contagios, recibieron atención simultánea 499 profesionales, el 75 % de ellos, mujeres y, la gran mayoría, enfermeras y auxiliares de enfermería.

Pasados tres años, las afecciones han evolucionado. El miedo ha dejado paso al agotamiento, la depresión o la ansiedad. «La mayoría de las patologías que atendemos están relacionadas con el estrés», indica Rosa Robles. El esfuerzo del confinamiento se tuvo que mantener durante más de dos años en el tiempo, a medida que llegaban olas de contagios intermitentes que requerían un sobreesfuerzo sin apenas descanso. En este contexto de continua frustración, pues cada vez que se vencía al virus nunca era la última, se iban anulando las vacaciones solicitadas.

Así pues, tres años después de decretarse la emergencia sanitaria y ya apunto de apagarse, crece la demanda de atención asistencial de los ciudadanos y el cansancio no da tregua. Toca aliviar las listas de espera ante una población cada vez más irritada, lo que para más inri se ha traducido en un incremento de la agresión.