Carretera de Santa Eulalia, Cala de pescadores, Mi jardín de Santa Eulalia, Tarde dorada, Albaricoques , Boceto de árboles, Marina roja… son paisajes o bodegones íbicencos de la década de los cuarenta del pasado siglo pintados por el arquitecto de jardines y pintor Javier de Winthuysen y Losada (Sevilla, 1874, Barcelona 1956) que vivió los veranos solitarios de Ibiza en esta década.

Su obra fue catalogada y estudiada a fondo por Cristina Aymeric Ojea, doctora en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla y gracias a sus investigaciones y a su tesis doctoral se han podido saber algunos detalles de su etapa ibicenca. «Hay algo que me salva de estas preocupaciones: y es que cuando pinto, cuando briego por desentrañar la naturaleza y acomodarla a mi arte, tiro por la borda cuanto sé y sale lo que salga, que yo no veo ni aprecio hasta después; y, a veces, ni después. Y si no pinto así estoy perdido».

Todo comenzó en el verano de 1946 cuando la compañera de Winthuysen, María, con la que tenía una hija que había estado muy enferma de difteria, se las arregló para encontrarle una casa en Santa Eulària. En ella se instaló el pintor sólo a reencontrarse consigo mismo y con la naturaleza ibicenca y aquí estuvo entre 1947 y 1949 trabajando mucho.

Místico de porte señorial

El sevillano fue un místico de porte señorial. Nació en una familia acomodada pero su vida no fue nada cómoda ya que tuvo muchos altibajos llegando a pasar en diversas épocas bastantes penurias económicas. Cuando comenzó expuso en muestras colectivas con grandes pintores españoles de su tiempo como Santiago Rusiñol o Hermenegildo Anglada Camarasa, que a principios del siglo XX eran algunos los más cotizados del mundo y de los que se hizo buen amigo, coincidiendo con ellos en alguna de sus estancias mallorquinas. Posteriormente, se hizo también amigo de algunos de los primeros intelectuales españoles. Juan Ramón Jiménez quiso que fuera testigo de su boda en Nueva York, Ramón María del Valle Inclán, o Manuel y Antonio Machado, lo frecuentaron y lo tuvieron mucho aprecio, y eso por no hablar del respeto que le tenían sus colegas pintores como Daniel Vázquez Díaz, que le hizo un espléndido retrato.

La desgracia le azotó cuando durante la Guerra Civil murió un hijo suyo, desapareció, y empezó una muy dura acrecentada por las necesidades materiales por las que pasó. Afortunadamente, gracias a su amigo Juan de Contreras y López de Ayala, conocido como el marqués de Lozoya, consiguió el puesto de inspector de jardines en 1941, cargo para el que estaba más que capacitado.

El marqués de Lozoya

Desde ese momento comenzó a ir de tanto en tanto a Ibiza donde proyecto o mejoró los jardines del Museo Arqueológico en 1949, de la Explanada y los de la plaza Cayetano Soler. Además se dio la circunstancia de que el marqués de Lozoya era un enamorado de Santa Eulària y por eso le dejó una casa que tenía allí o bien hizo gestiones para que le alquilaran una a través de María, la compañera de Winthuysen.

Lo cierto es que pintó mucho allí entregándose a captar la luz, a dibujar marinas casas blancas, caminos, huertas, pozos, árboles entre «el silencio de los campos y la música callada».

Finalmente, Tras una vida con sus pros y con sus contras llena de plenitud artística, falleció en 1956 y su obituario se publicó en ABC el 1 de septiembre. En él se hace hincapié en su «extrema sensibilidad y personal entendimiento del paisaje» y como pasó por la vida «apartado de competiciones artísticas y de propagandas ruidosas».

Tras su muerte, buena parte de su obra fue donada a las colecciones del Museo Reina Sofía, Museo de Bellas Artes de Sevilla, Museo de Bellas Artes de Valencia, Museo Pérez Comendador-Leroux de Hervás y Museo de Bellas Artes de Sevilla.