Vivir en una isla acaba cansando. ¡Aunque sea en Australia! Hay un momento en que ya estás cansado de ver canguros y eucaliptus y necesitas algo diferente para romper la monotonía. Algo similar les ha pasado a Alberto, Jordi, Josep, Mateo y Pepe, cinco amigos formenterers que, quizá un poco saturados del paraíso terrenal de pinos, sal y mar que compone Formentera, o tal vez ávidos de un invierno algo más ‘picante’ que el gris y lluvioso vivido los últimos meses en la menor de las Pitiusas, decidieron hacer el petate y volar al Círculo Polar Ártico, un sitio donde la lluvia se torna en nieve y cuando los lugareños dicen que hace frio están hablando de menos veinte grados centígrados.

Veinte grados ‘positivos’ son los que reinan en Sant Francesc cuando me reúno en una céntrica terraza con Alberto, uno de los expedicionarios, para vivir con él un ratito de sus aventuras por si algún día en el futuro me da por ingerir una generosa cantidad de anticongelante y partir hacia Invernalia, saltar el muro e ir a las tierras salvajes donde impera el hielo, pero mi gozo en un pozo. Por lo que parece, las tierras y civilizaciones narradas en Juego de Tronos forman ya parte de un no del todo verosímil pasado medieval y la realidad actual es otra, aunque no menos apetecible, tanto por paisajes, como por aventuras y, por supuesto, gastronomía.
«Volamos hacia Oslo y, de allí, al aeropuerto de Evenes, el más al norte de Noruega. Allí empezamos la expedición con una furgoneta, aunque también fuimos con trineos tirados por perros, hicimos alpinismo, trekking con raquetas de nieve y una parte del recorrido en ferry para ‘saltar’ de isla en isla», cuenta Alberto. «En total ha sido una semana de recorrido por tierras del norte de Noruega y Suecia, en pleno Círculo Polar Ártico. Cada día hacíamos de 200 a 300 quilómetros acompañados de un guía y dormíamos en cabañas con calefacción». 1.200 kilómetros por tierras polares dan para una extensa variedad de paisajes, desde las montañas más escarpadas hasta las estepas nevadas, los bosques, los lagos helados, las islas, los majestuosos fiordos y sus cielos nocturnos poblados por la majestuosa aurora boreal. «¡Se ve espectacular!, sobre todo la pudimos disfrutar la última noche con un cielo totalmente despejado», explica mientras me enseña algunas fotos en el móvil.

Las tierras polares son también un buen destino para aquellos que busquen una buena gastronomía basada en el pescado y en la carne de reno, que crían en granjas como hacemos aquí con el porc negre. «Hemos degustado productos noruegos buenísimos, como la carne de reno, que además de ser rica en omega 3 y omega 6, es una carne roja que no tiene casi grasas ni nervio, y que cocinamos nosotros mismos vuelta y vuelta con un poco de mantequilla y hierbas aromáticas. También probamos el salmón, o el bacalao, que cocinan de mil maneras diferentes y secan en unos tendidos gigantescos de más de quince metros de altura que encuentras en casi todos los pueblos costeros», asegura Alberto. Un dato curioso es que para probar si el bacalao se secará bien, primero cuelgan unas cuantas cabezas de este pescado y cuando se cercioran de que no las afecta la humedad, cuelgan los cuerpos decapitados y abiertos en canal. Las cabezas también son colgadas a secar, aunque su destino es otro, «una vez secas, las trituran y con el polvo resultante hacen concentrado de pescado estilo ‘Gallina Blanca’ y lo exportan a ‘África’ para hacer sopas’». Me cuenta también que han comido patas gigantes de cangrejo real y unos lomos de un fletan negro de más de diez quilos que les regaló un pescador y que ‘a la vizcaina’ estaba «para chuparse los dedos». Entretanto, pienso que a partir de ahora voy a mirar la sopa de pescado del restaurante con otros ojos.