Mike Oldfield, durante el proceso de creación de ‘Tubular Bells’. | Redacción Cultura

Se dice que el pasado es historia, el presente un regalo y el futuro un misterio. Pero, ¿saben qué? Al menos en lo musical, que es de lo que van estas líneas, el presente es reguetón, el futuro un abismo... ¿y el pasado? Pues el pasado son muchas cosas, entre ellas Tubular Bells, un monumento sonoro rubricado por ese artista huraño y escurridizo, enemigo de los flashes, llamado Mike Oldfield. Su sinfonía del diablo cumple este año medio siglo de vida. Sí, como pasa el tiempo.

El exorcista, la película más terrorífica de todos los tiempos, en la que una Linda Blair fuera de sí se masturbaba con un crucifijo, contó con un inesperado aliado: un fragmento de la apertura de Tubular Bells, cuyo desarrollo opresivo dispara la tensión en las escenas más luctuosas de una forma sobrecogedora. Su inclusión en la banda sonora no fue, ni de la largo, la primera opción de William Friedkin. El impetuoso cineasta, con fama de inestable, había descartado las propuestas de Bernard Hermann, en primera instancia, así como al sobresaliente Lalo Schifrin. En uno de sus arrebatos se dirigió al archivo sonoro de la productora, allí dio con un álbum cuya extraña portada llamó su atención. En ella pudo apreciar una enorme ola rompiendo sobre un cielo azul dominado por nubes, y sobreimpreso en tan bella estampa una campana tubular. Friedkin colocó el vinilo en el plato y no dudó: aquella era la música del diablo.

Desde los 14 años, Mike Oldfield intentaba ganarse la vida con la música. Compartió sesiones con Kevin Ayers y otros artistas experimentales, mientras, a golpes de inspiración, iba dando forma al delicado universo sonoro que cambiaría su destino. Aunque sin la ayuda de Richard Branson –quien antes de convertirse en multimillonario vivía de un modesto negocio de venta de discos–, Tubular Bells jamás habría visto la luz. Él financió el proyecto, creía en las enormes capacidades de un Mike Oldfield que se puso al frente de todos los instrumentos que aparecen en su obra capital. Poca broma, hablamos de casi 30. Para lanzar el disco, Branson creó su propia discográfica. De esa guisa nacía Virgin Records, pero esa es otra historia.

Imparable, Tubular Bells vendió más de 16 millones de copias, ganó el Grammy a mejor composición instrumental y fue presentado en vivo en el London Royal Festival Hall, junto a miembros del grupo Gong y, como invitado especial, el rolling stone Mick Taylor. En los sucesivos años, el artista de Reading continúo expandiendo su lenguaje musical hasta acabar en Ibiza, donde experimentó un viaje por los márgenes exteriores de la fama. Un trayecto acompañado de sexo, drogas y depresión. Superó su infierno personal, las terapias alternativas le condujeron a una vida más feliz aunque no necesariamente más creativa. Y abandonó Ibiza cuando descubrió que también había invierno; dio tumbos por el mundo buscando su lugar hasta que su pasión por el mar le devolvió a Baleares. En Palma fondeó su yate Phoebe, de 21 metros de eslora. Fijó su residencia en los márgenes de Bunyola, en una villa de la que acabó deshaciéndose por 2,9 millones de euros, un 17 % menos de lo que pedía inicialmente. Los 460 m² bañados en hermosas vistas a la Tramuntana no le convencieron y se mudó a las Bahamas.

En la actualidad, Oldfield vive alejado de las focos, recluido en Nassau se tuesta al sol a costa de los royalties que aún arroja el eterno Tubular Bells. Solo de tanto en cuando se mete en el estudio para grabar temas cada vez más apartados de la majestad creativa de sus inicios. Oh, y participó en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Londres, aunque, a sus 69 años, perpetua su semiretiro millonario algo diezmado por un reciente divorcio.