Los economistas, seguramente a raíz de la influencia de John Maynard Keynes, prestamos una gran atención al estudio del crecimiento económico y sus fluctuaciones. No se trata de una elección arbitraria: las magnitudes reales asociadas a la producción de un período concreto fijan el nivel de ocupación y de salarios; determinan la propensión marginal a consumir y a invertir; influyen sobre el precio de los bienes y servicios y del dinero; comprometen los beneficios; redefinen las expectativas y condicionan, en última instancia, la producción de períodos futuros. Por consiguiente, no es de extrañar que el crecimiento sea considerado un objetivo a alcanzar, ya que implica mayor empleo, más bienes y servicios para satisfacer las necesidades de la sociedad y, en definitiva, mayor bienestar. Sin embargo, esta visión que sustenta la identidad ‘crecimiento-bienestar’ ha sido objeto de críticas que se fundamentan tanto en los denominados costes del crecimiento (externalidades ambientales, desigualdad económica…) como en la necesidad de hacer frente a la finitud de los recursos naturales para conseguir un crecimiento y un bienestar continuo y duradero a lo largo del tiempo. Y es que aunque el crecimiento económico se considera, por lo general, una buena noticia y un argumento importante de la función de bienestar social, no hay que olvidar que existen muchas formas de crecer y que solo aquellas que se identifican con un proceso de creación de valor consiguen traducir crecimiento por bienestar de forma sostenible. De ahí que Simon Kutznets definiera el crecimiento económico como “un incremento sostenido del producto per cápita o por trabajador”.

De acuerdo con esta definición, la medición del crecimiento económico no debería reflejar únicamente una mayor actividad económica o, en otras palabras, el aumento del flujo de intercambio de bienes y servicios, como ocurre actualmente, sino el aumento del valor económico generado por una economía durante un período de tiempo determinado.

Desde esta perspectiva, el crecimiento económico es ciertamente ilimitado en el tiempo, pues a través de los procesos de transformación es factible crear más valor a partir de la misma cantidad de materia y energía disponible. Así, si bien se acepta que en el proceso de generación de valor no se puede prescindir de materia y energía, también se afirma que no existe un requerimiento mínimo para alcanzar un cierto nivel de producción o riqueza agregado. Y es que, esencialmente, la actividad económica se nutre de dos inputs básicos: materia-energía y conocimiento-tecnología. Así, si una economía es capaz de sustituir progresivamente la utilización de materia y energía por conocimiento aplicable tanto a los procesos y factores de producción como a las actividades de consumo, es posible que logre una senda de crecimiento sostenible que contribuya a la generación de más bienestar.

Precisamente, diferentes estudios constatan que que en las fases iniciales de desarrollo económico, la intensificación de la agricultura, la industria o servicios tradicionales conducen a un aumento acelerado de la extracción de recursos y generación de residuos. Sin embargo, alcanzado un determinado nivel de desarrollo, la necesaria transformación de la estructura productiva hacia actividades intensivas en conocimiento se traduce en un robusto crecimiento, en la medida que estas actividades ejercen un efecto positivo tanto sobre el capital humano (talento) como sobre el capital natural (calidad ambiental) y, en definitiva, sobre la identidad ‘crecimiento-bienestar’.