Este mes la economía balear cerrará su noveno trimestre consecutivo de crecimiento, registrando una tasa superior al 2%, la más elevada desde 2009. Se trata, en efecto, de una buena cifra, tanto en términos de evolución como en comparación con otras regiones de su entorno. Sin embargo, la constatación de este hecho no impide hacer lo propio con su potencial vulnerabilidad. A estas alturas nadie cuestiona la necesidad de que este crecimiento tenga una mejor composición. Es probable que la economía balear pueda crecer más pero lo que es indudable es que necesita hacerlo mejor. Crecer mejor significa, unívocamente, que la productividad tenga un mayor peso específico en la ecuación de crecimiento balear.

Aunque no es la primera vez que se apela a la mejora de la productividad, el momento actual es particularmente adecuado para centrar el debate en este factor de crecimiento, pues la productividad no solo determina la tasa de crecimiento potencial a la que puede aspirar el archipiélago sino, principalmente, la evolución del PIB per cápita, indicador de la calidad de vida que continúa a día hoy seriamente afectado.

La oportunidad, pues, está servida y es tanto mayor dada la tendencia al crecimiento que presenta la eurozona y la estabilidad macroeconómica de la que goza España y, por extensión, Balears. Sin embargo, como en el pasado, existe el riesgo de que se desaproveche la ocasión y, como afirmaba J. F. Clarke, “el político siga pensando en la próxima elección mientras el estadista piensa en la próxima generación”. Gran error no solo para las autoridades que se ciñan al corto plazo sino también para los responsables de empresas, de las que en última instancia depende el crecimiento y, por ende, el bienestar del conjunto de los ciudadanos.

Sin un clima propicio para la diferenciación productiva de las empresas, la regeneración de la actividad empresarial, la puesta en valor de la inversión tecnológica –insuficientemente aprovechada–, la mejora de los procesos de gestión e internacionalización, la asimilación de las habilidades y conocimientos de los titulados universitarios, la atracción de inversión extranjera productiva, la reasignación de recursos hacia sectores intensivos en conocimiento… seguiremos presos de una inercia negativa que en materia de productividad dura ya más de quince años. Por ello, a la luz de las experiencias de éxito de economías como las escandinavas, es necesario subrayar la importancia que revisten las políticas públicas y, específicamente, aquellas orientadas al fortalecimiento de la productividad. Estas políticas exigen, ante todo, que las propias administraciones públicas prediquen con el ejemplo, esto es, actúen como verdaderos prescriptores del sector privado en materia de eficiencia. Y, en segundo lugar, que la política pública se oriente a establecer las condiciones de entorno necesarias para asegurar, desde la priorización y calidad tanto del gasto público como de la fiscalidad y regulación, ganancias de productividad.

Su consecución se traduce en un mayor retorno de la inversión empresarial, pero también de la inversión que hacen las familias en formación –pues asegura más y mejor empleo y más y mejores oportunidades de carrera profesional– y de la inversión pública –pues garantiza más y mejores servicios públicos–. En definitiva, supone un paso esencial para avanzar hacia una distribución de la renta más equitativa, una efectiva igualdad de oportunidades y, en conjunto, un mayor bienestar y cohesión social.

El fortalecimiento de la productividad bien podría ser por sus efectos transversales la única política pública a emprender, cuando menos, la más destacada. No en vano, educación, investigación, innovación… son, por definición, palancas de productividad.