Repasar cómo los libros de texto narran el efecto de los impuestos sobre el bienestar de la gente es una forma de celebrar la gran labor pedagógica de El Económico en su segundo cumpleaños.

Los impuestos sobre bienes son transferencias de renta que los ciudadanos, de forma obligada, hacen al Estado para financiar bienes públicos, entre los que se encuentran la justicia, la defensa nacional, la redistribución de renta, etc. Por eso, en un primer momento, al gravar un bien empeora el bienestar de compradores y vendedores, aunque en un segundo momento puedan ser beneficiarios de la acción gubernamental.

Los impuestos crean una brecha entre el precio que pagan los compradores y el percibido por los vendedores, a consecuencia de la cual la cantidad vendida es menor que la que se sería sin el mismo, es decir, se reduce el mercado del bien gravado. Así, un impuesto sobre las estancias turísticas necesariamente conlleva una reducción del número de visitantes, de empresas y puestos de trabajo turísticos; de igual forma que un impuesto sobre la cerveza, o sobre cualquier otro bien, reduce su consumo, producción y distribución. Esta reducción del mercado es una pérdida irrecuperable de eficiencia.

Si la pérdida de eficiencia es pequeña, la recaudación obtenida puede justificar el deterioro económico producido. Pero a la inversa, si es grande estamos ante un impuesto empobrecedor.

El que sea pequeña o grande depende de lo que los manuales llaman elasticidad. Es decir, de si se produce una gran variación de la demanda como consecuencia de un aumento del precio. Así, por ejemplo, la cantidad demandada de gasolina -al carecer de sustitutivos- experimenta pequeñas variaciones por cambios en su precio, lo que la convierte en un producto adecuado para ser gravado. Por el contrario, no ocurre lo mismo con cualquier otro bien del que sea más fácil prescindir.

Una buena estructura tributaria es la que minimiza la pérdida irrecuperable de eficiencia desde una visión de conjunto de todos los tributos. Algo que solo se puede conseguir con una reforma fiscal con vocación integral.

Sin embargo, como esta conlleva costes políticos, no se realiza, y nuestro sistema tributario continúa siendo un conjunto deslavazado de tributos que dificulta la recaudación, la liga en exceso al ciclo y frena el crecimiento económico.

Nuestra comunidad autónoma ha doblado sus gastos desde el año 2002, cuando asumió las últimas competencias. Con las sucesivas reformas del sistema de financiación los recursos han aumentado, financiados, lógicamente, con más tributos. Aunque, por supuesto, continúa siendo insuficiente.

Deberíamos dejar de percibir las reformas modernizadoras como un deber inevitable. Tenemos la obligación de hacer del proceso de transformación económica un gran proyecto político ilusionante.