Si algo están aprendiendo los veteranos liberales de derechas de los más jóvenes radicales izquierdistas, es que estos intentan que el debate político, cada vez más, se aleje del complicado terreno de las propuestas razonadas para adentrarse en el más sencillo de las emociones.

Los sesudos y sólidos argumentos, construidos tras años de lecturas, estudios, reflexiones y puestas en común, son borrados de un plumazo atendiendo a sentimientos facilones o mediante una imagen impostada. Los programas electorales de la nueva izquierda son como el chicle, dúctiles y maleables, porque no tienen ninguna relevancia en la discusión, hoy sostienen la expropiación de las segundas residencias y mañana no; hoy sostienen que la prensa debe estar controlada por el gobierno y mañana se conforman con criticar a un periodista; hoy quieren prohibir definitivamente las terrazas y luego solo durante un tiempo. Tan solo buscan apelar a la emoción del desafío. Una coleta transgresora, un beso entre varones, la caída de un monumento, una declaración vacua... ¡La experiencia no importa!

Esta forma de comportamiento político en buena parte es lógica, porque la sociedad se ha vuelto tan compleja y está sometida a tantas leyes y normas nacionales e internacionales que aparentemente el margen de maniobra de los dirigentes políticos en el poder es escaso. Se acepta a hurtadillas que la buena política económica es la ortodoxa, como en el caso de Valls en Francia promoviendo la misma reforma laboral que Rajoy, o en caso de Tsipras que ajusta las pensiones a las posibilidades económicas griegas; sin embargo, se transmite lo contrario. La puesta en escena es lo que cuenta.

Es la lucha por el poder, “el asalto al cielo” que decía Marx y ahora cita Iglesias. Por ello, al carecer de propuestas realmente sólidas, apelan una y otra vez a la emoción y el sentimiento, terreno en el que los más sosegados miembros de la derecha muestran mayor timidez, pudor, e incluso, torpeza.

Hay que reconocer que esta forma de hacer política se presta con mayor facilidad al espectáculo televisivo y de todo tipo. Es más divertida, entra por los poros y no requiere la cansada utilización de ocupadas neuronas. Es el principio de la ignorancia racional que supone que el coste de adquirir nuevos conocimientos excede el beneficio de poseerlos.

Sin embargo, una vez en los puestos de mando de la política, el menosprecio a la experiencia equivale a la destructora inseguridad jurídica; mientras que el rechazo a la prudencia económica conduce a su paralización, convirtiéndola en un peligroso juego de suma cero que conduce al conflicto.

Quizás este país necesite que la derecha política se afloje la corbata y se deje llevar por la música. Pero sobre todo necesita que la izquierda sea capaz de realizar alguna propuesta elaborada de forma coherente.