Hoy día, inmersos en la sociedad del conocimiento, junto a las funciones principales de enseñanza e investigación que se reconocen tradicionalmente a la universidad se apela, cada vez más, a una ‘tercera misión’ universitaria: la de ser catalizadora del cambio y contribuidora proactiva del progreso de la sociedad.

Sin embargo, este afán de mover una sociedad hacia sus objetivos de desarrollo socioeconómico solo es posible desde un cambio, también importante, del rol de la universidad y, en consecuencia, de las personas que trabajan en ella. De entenderse fundamentalmente como una institución cuyo principal énfasis está en la libertad e independencia de la investigación académica con el objetivo de generar conocimiento para su propio bien y prestigio, la universidad debe pasar a ser la fuente del conocimiento estratégico que requiere el territorio en el que opera para su óptimo crecimiento y mejor desarrollo socioambiental.

Este cambio de rol exige un vínculo mucho más fuerte de la universidad con el territorio y, por lo tanto, obliga a superar el decorado de las buenas y respetuosas relaciones que mantiene la universidad con los distintos actores territoriales, para forjar conjuntamente un escenario activo donde configurar redes de aprendizaje e innovación territorial. Este escenario, a todas luces deseable, solo se puede construir si la universidad asume, en primera instancia, el reto de alinear sus propias estrategias con las necesidades del territorio en el que se sitúa, esto es, teniendo en cuenta las ventajas y desventajas competitivas con las que cuenta el territorio a la hora de diseñar sus planes de educación e investigación.

Es precisamente este rol de contribuidor neto a la mejora de la competitividad territorial el que está pidiendo la actual política de innovación regional europea, la llamada RIS3 o “estrategias de investigación e innovación para la especialización inteligente” a las universidades europeas. Para cumplir con este rol, las universidades deben participar en el diseño de la RIS3 junto con el resto de actores. Esto supone un reto importante para la universidad.

Cuando hablamos de universidad como palanca de progreso nos referimos precisamente a esto, a institutos o centros de investigación que, más allá del objetivo de generación de nuevo conocimiento –habitual en cualquiera de ellos–, aspiren a generar un nuevo conocimiento que sirva para transformar su entorno. Y es que, aunque las universidades han contribuido durante siglos al desarrollo social y cultural de los territorios en los que se ubican, la agenda de desarrollo regional que está emergiendo en este nuevo siglo requiere que la denominada ‘tercera misión’ se constituya en la principal misión de la universidad y que esta se desarrolle a través de actividades de docencia e investigación transformadoras.

Esto requiere una nueva gobernanza, más flexible, más abierta, capaz de forjar liderazgos compartidos, acoger nuevas ideas, promover una cultura más emprendedora en las universidades y, en definitiva, cambiar las formas de gestión de las estructuras universitarias hacia procesos de cogeneración de conocimiento que promuevan que los investigadores interactúen con otros actores y tengan la motivación de aprender, no solo para publicar sino también para ser agentes de transformación. Solo así, la universidad podrá contribuir a la estrategia de competitividad global del territorio que la acoge y ser una palanca de su progreso.