Los pensionistas salen a la calle a reivindicar sus pensiones, pero también las jubilaciones de sus hijos y de sus nietos. El cobro de una renta cuando ya no trabajemos ha pasado de ser un tema que preocupaba solo a los técnicos, alertando ya hace décadas de un sistema con debilidades financieras severas, a un desasosiego generalizado.

Cuando la pirámide de población se invierte, mengua la base de trabajadores y crece la de beneficiarios de pensiones, que cobran de los recursos detraídos a los trabajadores y empresas. Rumbo de colisión de manual que ningún político ha querido virar, por lo impopular que resultan las soluciones aplicables.

El coste de las pensiones en 2017 ha sido de casi 140.000 millones de euros, con un fuerte desfase entre entradas y salidas. Para financiar el déficit del sistema con impuestos, el año que viene se necesitarían nuevas fuentes de ingresos por valor de unos 20.000 millones de euros. Y este es solo el déficit previsto del sistema para 2018. Las clases medias, que son las que aguantan la mayor carga tributaria, difícilmente van a poder asumir una factura de esta magnitud, que además crecerá con los años. Y acudir a los mercados financieros para endeudarnos, además de no ser una buena idea, ya que al final se devuelve la deuda con intereses, es complicado en un país con un 100% del PIB de deuda pública.

Si los problemas económicos ya de por sí son suficiente motivo de alarma pensionista, la falta de credibilidad de los gestores políticos aumenta la inquietud. La corrupción tiene mucho que ver con las reticencias a pagar impuestos o a aumentar los pagos a la Seguridad Social; así el colectivo de autónomos cotiza por la mínima, a sabiendas de que los ingresos de su jubilación no serán suficientes para vivir de forma placentera.

En cuanto a la necesidad de ahorrar para el futuro, es algo a tener siempre en mente. Invertir nuestro dinero para obtener una rentabilidad futura que supere la inflación debería ser una de las actividades habituales del ciudadano medio. Las dificultades para llegar a fin de mes de muchos colectivos son un argumento válido, pero no una excusa para no intentarlo. A la falta de cultura financiera, se le une un personal de banca poco preparado e incentivado para ayudar a sus clientes en esta tarea. Los planes de pensiones, principal vehículo de ahorro a largo plazo, tienen incentivos fiscales perversos, ya que lo que se ahorra durante las aportaciones se paga y con creces al jubilarse. Además, al no existir competencia de gestoras internacionales, sus rendimientos son más que mejorables y muchos no compensan ni la inflación.

Las soluciones puestas en la mesa para tapar las fugas de agua pasan por alargar la edad de la jubilación, reducir el importe medio de las pensiones o sufragar mediante impuestos las pensiones no contributivas. Por otro lado, es necesario crear más empleo y mejor retribuido. Una apertura inteligente (y humana) de las fronteras también añadiría sangre fresca a las venas económicas. Incluso gravar el trabajo de los robots, físicos y computacionales, puede ser una forma de pagar las pensiones futuras.

La alarma pensionista está más que justificada. Pero no nos equivoquemos de batalla: antes de pedir aumentos de las pensiones, reclamemos una reforma que haga sostenible el sistema. Las pensiones de los actuales pensionistas están aseguradas, pero sin reformas valientes y sabias, en el futuro serán pensiones de miseria.