Siempre que escuchen la palabra “desabastecimiento”, indaguen dónde está el control de precios. Seguro que lo encuentran. El control de precios, desde los tiempos de Diocleciano, es la gran arma de destrucción masiva de la prosperidad y el bienestar material.

Entonces, ¿por qué los gobiernos se afanan, una y otra vez, en implementar tan destructiva acción? Pues, sencillamente, porque mucho antes que el bienestar de los ciudadanos intentarán maximizar sus propios presupuestos gubernativos, esto es, su poder. Lo que les lleva a gastar sistemáticamente por encima de sus posibilidades, financiando parte de ese gasto mediante déficits presupuestarios cada vez más abultados. Lo hacen para contentar a los grupos de presión de quienes creen recibir apoyo; o por el simple motivo que siempre es considerado más popular aquel que no considera la restricción presupuestaria.

Al principio pueden acudir al crédito, pero a medida que las cifras aumentan no queda otro remedio que degradar la moneda como única forma de poder continuar gastando más de lo que ingresan. Una práctica que durante tiempos pretéritos se formulaba mediante los llamados “malos usos de las monedas”, esto es, mediante la reducción de la aleación metal; mediante el raspado de la moneda (aunque para prevenir esta práctica se dibujaban estrías o sellos en el canto); mediante el sudado; el resellado, etc. Práctica que ahora se ha sofisticado pasando a denominarse “política monetaria expansiva” y cuya versión más extrema recibe el nombre de QE (Quantitative Easing). Cuyo efecto más inmediato es una reducción artificial de las tasas de interés que abarata el precio de los préstamos, tanto si estos son gubernativos como si son privados.

Es decir, esa es la práctica que hace posible que los gobiernos mantengan gigantescas montañas de deuda pública que son incapaces de reducir. Pues tendrían que implementar reformas que romperían con el cómodo statu quo. Mientras los particulares ven cómo sus ahorros se degradan, a la par que la propia moneda. Todo un poderoso incentivo para que los recursos se desvíen hacia el mercado inmobiliario. Un mercado tan regulado que la oferta nunca puede crecer al mismo ritmo que la inflada demanda, por lo que la escalada de precios está asegurada.

Son pues los enormes déficits públicos los que están en el origen de las dificultades de acceso al mercado de la vivienda. Sin embargo, los gobiernos de menor nivel nunca reconocerán esta realidad. Incluso creerán que les brinda una oportunidad para realizar una acción populista poniéndose al frente de la manifestación de las dificultades de abastecimiento habitacional. Esa oportunidad se traduce en proclamar el destructivo control de precios.

Menos mal que aunque la Unión Europea sea demasiado grande, mandona y entrometida, suele conocer la historia, convirtiéndose en salvaguarda ante políticos de tercera regional.