En los últimos meses el registro horario ha tenido hiperventilados a los responsables de dicha tarea. El lío que se ha montado ha llamado mi atención sobre varias cuestiones.

En primer lugar, las cifras. Nos dicen que, a la semana, se hacen 6,5 millones de horas extras, de las cuales 3,6 millones no se declaran. Será verdad, supongo. Pero si en diciembre de 2018 había 14 millones largos de trabajadores, el asunto se sitúa en un promedio seguramente tosco, en 15 minutos por trabajador y semana, el tiempo de un bocadillo a la semana. ¿Es matar moscas a cañonazos?

En segundo lugar, pone de relieve las restricciones de la legislación laboral, hasta el punto de concluir que es propia de necios. En España es legal trabajar 40 horas a la semana en un sitio y otras 40 horas en otro sitio. Así, todas las semanas del año. Sin embargo, no puedes trabajar 48 horas en el mismo sitio, durante seis meses. No soy capaz de entender esta norma y me pregunto si no es contraria al principio de igualdad.

En tercer lugar, y dadas las restricciones, nos empobrece como sociedad. Un trabajador que no puede hacer más horas en su lugar de trabajo se ve obligado a vivir con el salario estricto. Resultado: menos ingresos, más pobre. Si quiere más ingresos, debe trabajar en otro lugar, si son compatibles los horarios, haciendo horas, hoy si, mañana no, pásate en un rato que no está claro… En una palabra, más precariedad.

Eso sí, cuanto más pobre sea el trabajador, más dependiente será de la caridad y benevolencia de los servicios públicos. Más poder para la política. Se es más poderoso con ciudadanos pobres que con ciudadanos laboriosos que se ganan bien la vida. Pareciera que trabajar fuera una vergüenza.

Son ya habituales los informes de Cáritas hablando de los trabajadores pobres. Pues si les prohibimos trabajar, todavía va a haber más pobres, digo yo.

La conclusión inevitable es que van ganando quienes no quieren trabajar mucho, y además no quieren que los demás trabajen, no vaya a ser que les quiten el poco trabajo que quieren hacer. Lo de siempre, repartir miseria.