No descubro nada nuevo si afirmo que pleitear con la Hacienda Pública no resulta una misión sencilla. Es por todos conocido que cuando un contribuyente decide impugnar un acto que emana de la Administración tributaria (por lo general, en forma de liquidación) debe enfrentarse a un auténtico periplo administrativo y, en su caso, judicial, que, en ocasiones, desincentiva a más de uno a abordar tan ardua campaña. Máxime cuando el inexorable principio de autotutela ejecutiva de la Administración (“solve et repete”) exige al potencial recurrente satisfacer, con carácter previo, la presunta deuda tributaria o bien garantizarla durante todo el periodo de tiempo (a menudo, prolongado) en que se sustancian los distintos medios de impugnación.

A estos evidentes obstáculos, hay que añadir las funestas consecuencias que pueden derivarse de una posible desestimación de las pretensiones del reclamante. Esto es, entre otras:
1) La pérdida de las reducciones por conformidad sobre las posibles sanciones que, en su caso, se hubieran impuesto al administrado.
2) Una eventual (y dolorosa) condena en costas.

Todo ello dibuja un panorama ciertamente desolador para todo aquel contribuyente (por más intrépido que sea) que, en un momento dado, no comparta el criterio técnico de la Administración y se proponga respetuosamente cuestionarlo.


Pues bien, en este contexto, el Tribunal Supremo, en sentencia de día 3 de junio de 2019, ha declarado la nulidad del artículo 51.2 del Reglamento de revisión en vía administrativa en un recurso directo interpuesto por la Asociación Española de Asesores Fiscales (AEDAF).
Dicho precepto (ahora expulsado del ordenamiento jurídico) venía a establecer que cuando se impusieran las costas a los contribuyentes en la vía económico-administrativa, estas se fijarían en un porcentaje del 2% de la cuantía de la reclamación.

Entiende el Alto Tribunal que cuantificar el importe de las costas de forma general y abstracta desvinculándolo del concreto procedimiento en el que se producen los gastos a sufragar, hace que se pierda su verdadera naturaleza, asimilándose más a tasas, medidas sancionadoras o prestaciones patrimoniales de carácter público no tributario.

En este sentido, el Tribunal Supremo aprovecha (a modo de “obiter dicta”) para resaltar la importancia de que el legislador persiga la claridad y no la confusión de los conceptos jurídicos, añadiendo que «hoy es sentir común la profunda inseguridad jurídica e incertidumbre social provocada, entre otros factores, por la imprecisión de las normas jurídicas. Lo que se manifiesta de manera muy significativa en el ámbito fiscal».

Quizá no nos hallemos ante un pronunciamiento que vaya a alterar sustancialmente el estado de las cosas. Pero, sin duda, la labor de la AEDAF ha traído consigo que el contribuyente vislumbre algún rayo más de esperanza en la defensa de sus intereses legítimos.

Porque como sugiere aquel conocido relato, «el reto no está en poder ganar al gigante, sino en poder vencer el miedo a enfrentarse a él».