Tras el estallido de la crisis financiera mundial en 2007-2008, los malos vicios del mercado financiero en general y de las entidades financieras españolas en particular se hicieron patentes para el gran público. Defectos que pagamos entre todos, con una factura visible de 65.000 millones de euros imputables directamente a las cajas de ahorro y bastantes más si sumamos partidas directas e indirectas como los créditos fiscales diferidos, avales o esquemas de protección de activos.

Tras el desastre financiero que arruinó la reputación y la existencia de la inmensa mayoría de cajas de ahorro, las bondades de la banca privada tampoco se dejaron ver, mostrando su peor cara con la gestión de los desahucios, la oferta pública de acciones de bancos insanos, las hipotecas con cláusulas suelo o las multidivisas, entre otros problemas que han inundado y saturado el poder judicial.

Por mucho que haya entidades financieras que defiendan su buen hacer, los tribunales de forma casi unánime dan la razón a los clientes. En lugar de seguir pleiteando, podrían haber elegido tomar una salida mucho más honrosa, como los acuerdos extrajudiciales o incluso la mediación. Más honrosa y menos gravosa para el contribuyente (que paga los gastos de la judicatura implicada), para sus clientes e incluso para los bancos afectados, que se ahorrarían las costas.

Hemos salido de la crisis y nos aventuramos ya a la próxima, al menos si nos creemos las predicciones de algunas instituciones como la Reserva Federal de Nueva York, que alerta de un 33% de probabilidades de una nueva crisis en EE.UU para el año que viene, y no parece que los bancos hayan cambiado su actitud. En septiembre conoceremos la opinión del abogado general del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre las hipotecas con IRPH y la estrategia de los bancos parece que volverá a pasar por judicializar la cuestión, no por llegar a acuerdos dignos. Y ni hablar de la implicación en casos de espionaje o blanqueo de capitales que en los últimos tiempos están saliendo a la luz.

La responsabilidad individual de cada consumidor, autónomo o profesional no desaparece por el mal funcionamiento de los proveedores financieros. Dejar atrás la pereza de leer los contratos más relevantes, adquirir los conocimientos financieros básicos para entenderlos y buscar el asesoramiento independiente cuando es preciso son premisas que seguir antes de obligarnos a nada. Sin embargo, si no hay un ambiente de confianza mutua, ni el médico de nuestro dinero puede diagnosticar correctamente la dolencia ni el paciente aceptará tratamiento alguno, por indicado que este sea.

La confianza es la base del correcto funcionamiento de nuestro sistema democrático, de nuestra economía de mercado y, sin duda alguna, de nuestra relación con las finanzas personales. Sin confianza, las mejores prácticas bancarias no se aprecian, los clientes pasan a ser números, el legislativo crea leyes que nacen muertas, los supervisores no son escuchados y los jueces condenan a discreción. Sin confianza, los peores mandan y los virtuosos pagan. Tenemos derecho a un mercado bancario moderno y confiable. Y para ello me temo que no queda otra que disciplinar al mercado: que los buenos ganen cuota de mercado y los viles se muden a tierras lejanas.