Desde hace meses existe un cierto consenso internacional sobre la llegada de una nueva crisis. La desaceleración económica de la eurozona es patente, Alemania está estancada, Italia en recesión, Francia presenta cifras decepcionantes de crecimiento y España, pese a mantener un nivel de crecimiento por encima del 2%, empieza a presentar señales claras de desaceleración.

El constatar la desaceleración o la crisis económica, aunque importante, no es más que el primer paso en un proceso en el que se deben empezar a buscar las soluciones que nos permitan afrontar o suavizar sus efectos. Sin embargo, a día de hoy, no existe ni un consenso sobre la naturaleza de esta crisis ni sobre las medidas que se deben adoptar.

Expertos y medios de comunicación hablan de japonización de la economía europea, asumiendo que puede producirse un periodo prolongado de bajo crecimiento, baja inflación, baja productividad y tipos de interés reales negativos. En este sentido cabe recordar que desde 1990 la economía japonesa se ha mantenido en una situación similar a la vivida por gran parte de Europa desde el inicio de la crisis.

Pero no debemos alarmarnos, la crisis japonesa se prolongó en el tiempo debido a que se retrasó el saneamiento de su sector financiero, se tomaron medidas económicas inadecuadas y no existió valentía para afrontar las reformas estructurales necesarias (liberalización exterior, flexibilización del mercado laboral, etc.).

A pesar de las singularidades de la actual crisis, el futuro de Europa pasa por utilizar los instrumentos tradicionales, pero de forma actualizada; políticas fiscales y monetarias expansivas acompañadas por una agenda reformadora.

Aunque parezca que los incentivos provenientes por el lado de la política monetaria están agotados con tipos de interés cercanos al 0%, podría optarse por volver a las expansiones monetarias redefiniendo el objetivo de inflación, tal como parece defender el presidente saliente del BCE Mario Draghi.

En vez de adoptar la lectura actual de mantener un objetivo inflacionario inferior al 2%, se podría reformular dicho objetivo para intentar alcanzar el 2% anual. Con el actual dato de inflación interanual al 1,4% existen muchas reticencias por apostar por nuevas expansiones cuantitativas en forma de programas de recompras de activos, debido precisamente a la visión conservadora descrita que limita dichas compras a situaciones prácticamente deflacionistas.

En segundo lugar, la salida de la crisis debe apoyarse en nuevos impulsos fiscales. Dado el endeudamiento de países como España, Italia, Francia o Bélgica, parece lógico que la expansión fiscal venga de la mano de los países menos endeudados del norte de Europa (Alemania, Holanda, Suecia, etc.). En el caso de que estos países se opusieran, la UE podría siempre formular programas de gasto a partir de un presupuesto contemplando operaciones de endeudamiento.

Por último, sería deseable una mayor valentía para adoptar reformas estructurales. Normalmente las reformas estructurales generan perdedores y sacrificios por lo que son impopulares y tienen un alto coste político. El caso español es patente: las reformas adoptadas en el bienio 2012-13 pasaron factura al gobierno, generaron la aparición de nuevos partidos y la fragmentación política, de forma similar a lo ocurrido en otros países europeos.

Resumiendo, las crisis tienen soluciones, pero requieren políticos valientes y gestores decididos.