Por definición, la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Este axioma, cuyo origen se vincula a la geometría euclidiana, existe desde tiempos inveterados. Y si bien resulta difícilmente refutable, la realidad cotidiana evidencia que, en la actualidad, todavía se siguen explorando caminos alternativos a dicho postulado tradicional.

Así parece ponerse de relieve, por ejemplo, en el Real Decreto-ley 5/2021, de medidas extraordinarias de apoyo a la solvencia empresarial, publicado en el BOE a mediados de marzo. La referida disposición aprobó, por fin, las ansiadas ayudas directas que los empresarios venían reclamando incesantemente desde la irrupción de la pandemia.
La dotación total destinada a tal fin ascendía a 7.000 millones de euros, de los cuales 855 millones iban a ser asignados a empresas y autónomos de Balears. Todo ello, según la indicada norma estatal, a los efectos de “proteger el tejido productivo hasta lograr un porcentaje de vacunación que permita recuperar la confianza y la actividad económica”.
Una primera lectura del texto legal invitaba apriorísticamente a un cierto optimismo: el criterio rector para poder acceder a las ayudas sería la caída de la facturación en más de un 30% y se establecía expresamente la intervención de la Administración tributaria en el suministro de la información a los órganos concedentes. Este último aspecto hacía presagiar una notable simplificación de los trámites administrativos.

Con todo, afloraron también relevantes incógnitas a despejar: (i) el Real Decreto-ley incluía un controvertido anexo con los sectores beneficiarios de las ayudas, ordenados por códigos CNAE, (ii) la cuantificación final, la gestión, el seguimiento y el control de las ayudas estatales correrían a cargo de las comunidades autónomas, (iii) el carácter finalista de las ayudas o (iv) la polémica exclusión de las empresas que obtuvieron pérdidas en 2019.
Pues bien, el discurrir de la convocatoria de ayudas directas en Balears es, a estas alturas, por todos de sobra conocido. La confusión generada entre los operadores ha sido palpable. Tan es así que se estima que, a pocos días de la finalización del plazo para presentar las solicitudes, tan solo el 15% de los potenciales beneficiarios había optado a las ayudas.

Esta circunstancia generó hasta tres modificaciones consecutivas de la Orden de convocatoria (tendentes a ampliar las ayudas a más sectores y a flexibilizar ciertos requisitos), así como el retraso en el pago de las subvenciones.

Resulta indiscutido que la normativa estatal que aprobó las ayudas directas contenía límites específicos a la actuación de las comunidades autónomas. Es manifiesta, asimismo, la complejidad que entraña distribuir unos fondos (per se limitados) entre tantos miles de empresarios afectados.

Mayores dudas suscita, a mi juicio, que el apelativo elegido por el legislador (“directas”) se compagine con la fórmula seguida por éste como vía más expedita para salir al rescate de los negocios de nuestra comunidad.