Desde hace mucho tiempo, quizás añorando la planificación centralizada, hay sectores que reclaman un «cambio de modelo productivo» pilotado por los gobiernos. Contraponen un indefinido modelo de diversificación, sostenibilidad, igualitarismo e inclusión, al actual.

Ahora bien, como esos mismos sectores ostentan los puestos de mando gubernamentales, poco a poco, van introduciendo un modelo que se caracteriza por primar la profesión de lobista. Ciertamente, los desarrolladores de producto, los creativos y los innovadores van perdiendo cabida en un mundo plagado de normas y reglas impuestas desde comisarías, ministerios, consellerias o concejalías. Normas que, con mucha frecuencia, son el resultado de las presiones realizadas por los segmentos empresariales mejor posicionados, y por tanto, con tendencia al statu quo.

Y es que cuando un gobierno levanta la bandera del intervencionismo, alterando el orden espontáneo que se corrige a sí mismo, resulta lógico dedicar recursos para influir en él. Es decir, resulta mucho más atractiva, y bien remunerada, la profesión de abogado lobista que la de ingeniero desarrollador de producto e innovador. Es por esto que las redistribuciones que realizan tales gobiernos no son mayoritariamente de ricos a pobres, sino más bien desde grupos no organizados a los que sí lo están.
En contra de la leyenda anticapitalista, a ningún empresario le gusta la competencia, pues significa que tendrá que estar en permanente estado de guardia, con los músculos y los nervios siempre en tensión, al tanto de sus competidores. Por eso es normal y humano que intenten evitar ese estrés. Para lo cual tiene dos caminos, el primero consiste en correr más que los demás mediante la innovación y la mejora de sus productos y servicios; el segundo consiste en presionar al gobernante de turno para que ponga trabas a los competidores.

El primer camino conduce a la prosperidad colectiva. De hecho, es el que sacó a la humanidad de su secular estado de miseria y pobreza. El segundo, por contra, conduce a una irremediable melancolía por la pérdida de posiciones en todos los rankings comparativos que se materializa en salarios más bajos.

Ahora bien, si al intervencionismo añadimos la aceptación gubernamental del mal de la inflación, entonces podemos estar seguros que el descenso será más acelerado. Pues en ambientes inflacionarios el cálculo económico de los nuevos proyectos empresariales es difícil, al ser complicado saber cuál es el origen de las alzas de cada precio, al tiempo que los bajos tipos crean espejismos.
Y, por último, si además esos gobiernos intervencionistas e inflacionarios deciden repartir enormes cantidades de dinero recién imprimido para elegir los productos y las empresas que van a tener viabilidad, frente a los que no... Entonces -permítanme el sarcasmo-, lo mejor que pueden hacer organismos como el SOIB es ofrecer a creadores e innovadores programas de formación básica lobista.