En primer lugar, me gustaría transmitir a todas las personas que sufren o que tienen algún familiar afectado por coronavirus todo mi apoyo, mi cariño y mi deseo de su pronta recuperación. Y a todos aquellos que han perdido un familiar, amigo o ser querido, mi más sentido pésame. Después de un mes de confinamiento, veo por los medios de comunicación cómo muchos padres piden que dejen salir a los niños a la calle. Temen que tengan secuelas psíquicas o físicas. Entiendo perfectamente vuestra preocupación y ,por eso, he decidido contaros mi experiencia, solo deseo poder aportar un poco de tranquilidad a todos los padres y madres en esta difícil situación.

Soy madre de dos niñas, Alba y María. A la semana de cumplir los 5 años, María fue diagnosticada de leucemia linfoblástica aguda. En menos de dos horas, nuestra vida cambió radicalmente. Nos metieron en un helicóptero y no volvimos a ver a nuestra familia: abuelos, primos, tíos, tampoco a Alba, mi otra hija, y la hermana de María en muchos meses.Los primeros tres meses los pasamos aisladas en una habitación de 12 metros cuadrados sin luz natural y con la única visita de los médic@s y enfermer@s, a los que jamás podré agradecer su dedicación, profesionalidad y humanidad. Yo les aplaudo y les he aplaudido todos los días desde ese tristísimo 20 de enero. Como muchos padres, ahora, sufría por cómo podía afectar esa situación en el bienestar emocional de mi hija –su salud estaba en manos de los mejores médic@s y de Dios, y confiaba plenamente en ellos, nunca dudé de que mi hija saldría adelante, ni en los peores momentos, nunca–. Como madre, lo único que podía hacer para ayudar a mi hija era proporcionarle el mayor bienestar emocional posible y, muy pronto, me dicuenta de que estaba en mis manos que mi hija fuera feliz o no en circunstancias tan duras.

Saqué fuerzas, me levanté y me arreglé todos los días para mi hija, siempre alegre, con una sonrisa, con ganas de hacer de cada día un día especial. Me di cuenta de que mi hija estaba contenta si yo estaba contenta, que se asustaba cuando yo me asustaba y que si yo tenía un bajón, ella también. Por supuesto, desde el primer día le expliqué, de manera que ella lo pudiera entender, por qué tenía que estar en el hospital, por qué no podíamos recibir visitas y por qué mamá le daba besitos con una mascarilla puesta. Lo entendió perfectamente y desde el primer día se adaptó a su nueva rutina en una habitación de hospital.

Fue duro. Con los meses pudimos salir al pasillo, luego pudimos ir al ‘cole’ del hospital. Allí había más niños sin pelo, como María, y se hicieron amigos. Y los padres también nos hicimos amigos y nos ayudamos unos a otros en lo que pudimos. Fueron más de dos años de durísimo tratamiento, viviendo en una ciudad que no era la nuestra –en Ibiza no hay oncología pediátrica–, lejos de nuestros seres queridos, de nuestra casa, de nuestros amigos, sin cole, sin parque, sin playa, sin mascotas, ella y yo –papá tenía que seguir trabajando y ayudara los abuelos a cuidar de Alba–. Por supuesto, toda nuestra familia estaba a nuestro lado. Sentíamos todo su cariño y sin su ayuda, sin su apoyo incondicional, no habríamos estado tan bien.

Un día, por fin, nos dejaron volver a casa. No habíamos ganado la guerra, pero sí muchas batallas y volvíamos a casa felices, llenas de alegría y emoción. No os podéis imaginar el recibimiento. En el aeropuerto estaban toda nuestra familia y amigos. Habían hecho una pancarta y habían puesto música. Fue increíble.

No pudimos invitar a nadie a casa. Todavía había que mantener las distancias con otras personas, especialmente con otros niños –son un foco de infección importantísimo–, y, María todavía no podía ir al cole. En total, se perdió tres cursos. Pues bien, en ningún momento María dejó de ser feliz, de reír, de tener ganas de jugar, de disfrazarse –de hecho, iba disfrazada todos los días a todas partes– y de vivir y yo, también, pude apreciar
–nunca podría decir que fueron momentos felices– aquella oportunidad para unirme más a mi hija, para estar junto a ella, escucharla, consolarla, abrazarla, dormir junto a ella sin importar el reloj, para enseñarle a contar, a leer, a bailar... Fue una experiencia muy dura que decidí convertir en un tesoro para toda mi vida.

Ahora, nos ha tocado volver a estar encerradas. Desde luego, no tiene nada que ver. Estamos en casa y tenemos salud. Volvemos a echar de menos a nuestros seres queridos, pero sabemos por qué debemos estar en casa. Sabemos que lo hacemos para proteger el bien más preciado que tenemos: nuestra salud. La de todos y cada uno de nosotros y, sobre todo, la de nuestros abuelos, a los que queremos mucho y, muchas veces, no valoramos lo suficiente. Padres y madres, vuestros hijos, por pequeños que sean, son muy inteligentes. Comprenden mejor de lo que pensáis lo que está pasando y, aunque tengan momentos de cansancio, están bien y estarán bien. No os preocupéis por el cole. Lo recuperarán sin problema. Claro que quieren correr e ir al parque, pero prefieren jugar con vosotros, que les hagáis caso, que les achuchéis, que les contéis cuentos, que veáis pelis con ellos... Tenéis la oportunidad, aprovechadla.

Esto pasará y nos tendremos que enfrentar a una realidad nueva, difícil, muchas veces demasiado. Lo haremos y lo superaremos. Estamos demostrando ser una sociedad solidaria, empática, llena de vida y de buenos sentimientos, muy por encima de los que se supone que nos tienen que dar las soluciones, nuestros políticos. Todos juntos saldremos adelante. Pero, ahora, en este momento, solo podemos quedarnos en casa y querernos, querernos y querernos.