A falta de cincuenta días para las elecciones y cuando todas las encuestas vaticinan una pérdida muy importante de votos para el PP, cuando el final del bipartidismo parece un hecho, Mariano Rajoy ha organizado estos días una ronda de entrevistas con los líderes de la oposición incluidos no ya los emergentes Albert Rivera y Pablo Iglesias, sino incluso los líderes de IU y UPyD. Está claro que hablar sólo con el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, ya no es suficiente para despejar panoramas y aportar estabilidad institucional. Todo indica que, gobierne quien gobierne, la correlación de fuerzas va a dar un vuelco en España a partir del 20-D.

El laberinto catalán. El ya famoso «visca la república catalana!» pronunciado por la presidenta del Parlament del Principat, Carme Forcadell, ha sido sin duda el detonante de esta llamada de Rajoy a los líderes para evacuar consultas y opiniones. Pero Rajoy podría haber actuado mucho antes. Durante cuatro años ha sido prisionero de la mayoría absoluta en escaños que obtuvo el 2011. Rajoy ha actuado con displicencia y con arrogancia basándose en su dominio de la Cámara. No supo calibrar a tiempo la embestida catalana. Sirven de poco las reuniones con los jefes de la oposición a sólo ocho semanas de unos comicios generales. Si las hubiera celebrado antes o como consecuencia de la frustrada consulta soberanista del 9-N del 2014, ahora no se sentiría tan solo.

Ceder es convivir. Rajoy no escucha las propuestas de Sánchez y de Rivera de modificar la Constitución para salvar la unidad de España. Esa es la clave. Una Constitución de corte federal, sensible a las demandas de mayor capacidad de recaudación fiscal de la periferia (no sólo de Catalunya, sino también de autogobiernos como el balear) calmaría muchas pasiones y aportaría argumentos sólidos de convivencia. El drama es que Rajoy ni lo ve ni quiere verlo. Mentalmente ha quedado anclado en los tiempos de la Transición sin comprender la envergadura del reto de los nuevos tiempos.