Los primeros pasos que está dando el Govern de Armengol para modificar el artículo 44 del Estatut con la intención de acabar con el aforamiento de los diputados autonómicos han de valorarse como un intento de colocar a los representantes del pueblo al nivel de sus conciudadanos y superar el concepto tan extendido de que los políticos son una casta aparte del resto de la sociedad, con unos privilegios que les sitúan por encima del resto de mortales. No será sencilla esta reforma porque para conseguir una mayoría de calidad será necesario el consenso con el PP, en la actualidad muy enfrentado con la izquierda. No obstante, este objetivo es plausible y, sin duda, será bien visto por la ciudadanía.

El concepto de aforamiento. Este privilegio que ostentan los legisladores tiene un sentido indiscutible: poder expresarse libremente en la Cámara al ejercer su función de representantes de sus electores. Un parlamentario, sobre todo de la oposición, ha de tener potestad para ‘cantarle las cuarenta’ al gobierno de turno en nombre del pueblo y sin temor a que una palabra o un concepto hiriente expresado a viva voz pudiera ser motivo de una denuncia. Las cámaras legislativas no pueden funcionar entre amenazas de querellas cuando se ejerce el derecho a la crítica. Esta libertad debe mantenerse en la máxima extensión posible.

El beneficio propio. Lo que repugna a los ciudadanos es la utilización de la impunidad en beneficio propio del que goza de este privilegio. Lo que tiene que desaparecer es que un político investigado por corrupción pueda soslayar un juzgado de instrucción por su condición de aforado cuando hay indicios racionales de hechos delictivos relacionados con su lucro personal o el de su partido. Aquí es donde no pueden existir privilegios. Una Cámara jamás ha de ser un castillo protector de comportamientos incívicos. Debe haber máxima libertad de expresión de los diputados, sin cortapisas ni amenazas. Pero no crear escudos para corruptos. Eso debe acabar para siempre.