El juicio a Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau como impulsores de la consulta del 9-N entre una gran manifestación por las calles de Barcelona y ante su Palau de Justícia constituye un eslabón más en la cada vez más crispada relación entre el Gobierno central y el de la Generalitat. Jamás se debería haber llegado a este extremo. Y lo que es peor, la situación se enturbia con ambas partes encerradas en su posicionamiento sin que se atisbe el más mínimo matiz de acuerdo. Los próximos meses serán de un alto voltaje que crea cada vez más alarma social.

Cúmulo de despropósitos. Cuando era presidente, Zapatero llegó a un acuerdo con Mas para la reforma del Estatut. Entre otros puntos se reconocía a Catalunya como nación. A cambio, la Generalitat dejaba a un lado veleidades independentistas. Pero este pacto, ratificado en referéndum en Catalunya, se hizo a espaldas del PP, entonces en la oposición. Rajoy movilizó a su partido, recogió medio millón de firmas y presentó recurso al Tribunal Constitucional, que finalmente echó a abajo la parte sustancial de la reforma estatutaria. Aquellos polvos han traído los actuales lodos, hasta llegar al 9-N. La actitud de Rajoy le sirvió para cosechar votos en muchas partes de España. Pero en Catalunya el número de independentistas se multiplicó de manera exponencial. Ahora rozan la mitad de los que votan.

Juicio político. Aunque la primera jornada de la vista oral demostró que el proceso a los responsables del 9-N está repleto de vericuetos técnicos, la esencia es de alta intensidad política. Las penas que se piden a los encausados son sólo de inhabilitación. Nadie irá a la cárcel. Pero la gran manifestación de ayer, y las afirmaciones de anti independentistas de que se hizo para presionar a los jueces, muestra la verdadera realidad: un pulso ideológico de enorme calado tras años y años de desacuerdos y descalificaciones mutuas. Todos apelan a la democracia, pero este gran logro de la humanidad se basa en el diálogo, por encima de todo.