La celebración del 40º aniversario de la Constitución ha vuelto a abrir el debate político sobre su reforma, una tarea en la que la práctica totalidad de formaciones políticas coincide pero sin que se vislumbre una voluntad de superar las diferencias que mantienen; una actitud contraria a la que presidió las negociaciones durante la Transición hasta alumbrar la actual Carta Magna. Aquel texto que se aprobó en 1978 validó ante el mundo la democracia española, y posibilitó el actual período de estabilidad y progreso económico y social, el más largo de nuestra historia reciente. Sin embargo, demorar sus cambios –y no sólo estéticos– garantiza el peligroso enquistamiento de los graves problemas que tiene España. Darles la espalda es un flaco favor a las generaciones futuras.

Temas pendientes.
El diseño de un nuevo marco territorial es, sin duda, una de las cuestiones más urgentes que debe abordar la reforma de la Constitución. No se trata de solventar el problema del secesionismo catalán, que también, sino de dar también respuesta a una auténtica España de las autonomías como forma de Estado para que deje de estar, de manera permanente, en cuestión. Hay, por otra parte, aspectos, algunos de ellos apuntados ayer por la presidenta Armengol en Palma, que hacen referencia a los tiempos actuales; desde la eutanasia a los delitos cibernéticos. En cuarenta años los españoles han cambiado, también sus circunstancias.

Objetivos comunes.
La incapacidad de las principales fuerzas políticas de establecer un catálogo de temas que abordar de manera consensuada en la inaplazable reforma constitucional provoca, en el mejor de los casos, la perplejidad ciudadana. No se trata de astillar el trabajo de 1978, al contrario, debe mejorarse para volver a ilusionar, como lo hizo entonces, a la inmensa mayoría de los españoles. Una Constitución nunca debe ser considerada como un castigo.