Los informes policiales que revisan la instrucción del ‘caso Cursach’ continenen conclusiones demoledoras, la perversa complicidad del juez Manuel Penalva y el fiscal Miguel Angel Subirán ha mancillado el honor de decenas de personas, truncado sus carreras profesionales y dañado su convivencia familiar. Todo ello en base a pruebas falsas o sin contrastar, testimonios obtenidos bajo amenaza o en base a meras especulaciones. Un auténtico huracán judicial sobre unos imputados sometidos al escarnio público en base a filtraciones interesadas a los medios de comunicación, pero ante el que no cabía la más mínima defensa; tampoco la apelación a la presunción de inocencia. Un derecho que, en este tipo de procesos, queda en la práctica machacado desde el primer momento.

Una fabulación completa.
No debe resultar fácil superar las consecuencias de las diferentes investigaciones que han protagonizado la pareja Penalva-Subirán, en especial para políticos como Álvaro Gijón o José María Rodríguez; puestos en la picota de manera interesada por el juez y el fiscal sin que sea posible discernir los motivos. Los ejes centrales de la acusación contra ambos, incluídos mandos policiales, se sostenían sobre el testimonio de la madame de un burdel inexistente y una mafia surgida de las mentes enfermizas de los instructores. Durante años, ningún órgano del poder judicial advirtió de la conculcación del derecho a la presunción de inocencia, sólo se ha intervenido cuando el daño cometido ya es irremediable.

Autocrítica.
Lo ocurrido en el ‘caso Cursach’, como en muchos otros, debe provocar una seria autocrítica en el estamento judicial sobre cómo está garantizada una investigación seria, rigurosa y ecuánime por parte de jueces y fiscales. Lo ocurrido es inaceptable. También, por supuesto, hay que revisar el papel de los medios como transmisores de unas pesquisas sesgadas en origen.