La sociedad española se ha sorprendido ante la noticia de que don Juan Carlos recibió cien millones de euros de Arabia Saudí. Este dinero sería una comisión por sus gestiones para que un conglomerado de doce empresas españolas se adjudicara el concurso del AVE La Meca-Medina. Y no sólo eso: transfirió 65 de esos millones a su amiga Corinna Larsen, que le ayudó en aquellas gestiones. Peor aún, hizo beneficiario de cuentas opacas en el extranjero a su hijo. Cuando el Daily Telegraph de Londres divulgó esta investigación de la Fiscalía Anticorrupción suiza, Felipe VI hizo saber que dos años atrás había renunciado a esa posible herencia ante notario. La comunicación de quien se exige ser modelo de ejemplaridad llegaba tarde.

45 años de impunidad.
El escándalo del rey emérito es mayúsculo. Hace sospechar que con este tipo de prácticas oscuras pudo amasar los 2.000 millones que le adjudicó la revista Forbes en 2018. Y pudo hacerlo porque gozaba de una inviolabilidad jamás cuestionada. Sus primigenias ‘relaciones’ financieras con Manuel de Prado, Javier de la Rosa o Mario Conde nunca fueron investigadas. A partir de ahí vinieron sucesos tan extraños como el robo en la casa de la actriz Bárbara Rey o el ‘caso Nóos’, que se llevó por delante a su yerno Iñaki Urdangarin. El regalo saudí es el último capítulo de esa carrera privada tan poco ejemplar, porque en el aspecto político todo deben ser elogios para don Juan Carlos.

El Rey en el ámbito privado.
Ha existido un pacto político de silencio a lo largo de 45 años. Los gobiernos de PSOE y PP siempre han mirado hacia otra dirección: nunca han querido saber –y menos investigar– sobre el rey emérito. Nadie duda de la honestidad de Felipe VI, pero lo cierto es que no existe ninguna normativa que limite las actuaciones del Jefe del Estado fuera de sus funciones institucionales. Y esta laguna en nuestro ordenamiento jurídico se debe corregir cuanto antes.