El presidente del Gobierno, Pedro Sáchez, presentó ayer el informe España 2050, un documento en el que han participado un centenar de expertos para dibujar las líneas maestras y objetivos del país para los próximos cinco o seis lustros. Con la puesta en escena habitual en actos de estas características, el resultado final acaba resultando un catálogo de propósitos que, en esta ocasión, se ha aderezado con una clara advertencia de un incremento en la presión fiscal que deberán soportar empresas y ciudadanos. Es, quizá, en este apartado el único en el que no se le puede acusar al jefe del Ejecutivo de falta de realismo en su exposición.

Demasiado voluntarismo.
Tratar de adivinar el futuro es una tarea novedosa entre las responsabilidades de gobierno, por eso, en España 2050 se trata de fijar un marco temporal para equiparar el país a las actuales prestaciones que tienen ya muchos de los países de nuestro entorno europeo. Mejorar la preparación de nuestros alumnos, implantar una fiscalidad verde, fomentar el uso del transporte público, reducir la jornada laboral o tratar de frenar la despoblación del entorno rural son objetivos cuya prioridad hace inviable una demora de décadas; tal y como plantean los expertos desde el Palacio de la Moncloa. Al final, lo detallado por Sánchez queda reducido a una simple relación de deseos sometidos a la reflexión social; una pérdida de tiempo que es inaceptable para muchos de los capítulos.

Un momento inoportuno.
Este España 2050 está condenado al fracaso desde el primer momento, y no sólo por el bombardeo político al que lo han sometido los principales grupos de la oposición desde el mismo momento de su presentación. Sin consenso ninguna proyección estratégica tiene sentido, y menos cuando el país está inmerso en una gravísima crisis que afecta a todos los órdenes. España lo que precisa es salir cuanto antes de la recesión y no lanzar nuevas figuras tributarias.