Baleares, al igual que el resto de España, cerró el 2021 con una tasa de inflación desconocida en las tres últimas décadas, el 6,5 por ciento. El índice refleja las enormes subidas del IPC en productos tan esenciales como los combustibles, la luz –nada menos que un 60,8 por ciento–, el aceite, el transporte, la carne y la fruta. La subida de precios acumulada tiene un fuerte impacto sobre las economías familiares, que tienen que asimilar este nuevo escenario con unos salarios congelados, circunstancia que merma su poder adquisitivo en unos momentos de clara incertidumbre sobre el fin de la crisis sanitaria, social y económica provocada por el coronavirus.

Coyuntural o crónica.
Los expertos evitan pronunciarse sobre las consecuencias de esta evolución inflacionista por su vinculación a episodios muy concretos, como es el caso del abastecimiento de gas –procedente tanto del norte de África como de Rusia–. El problema en el suministro de combustibles ha generado una dinámica alcista que poco a poco se ha extendido a toda la cadena de producción. Las consecuencias las acaban pagando los consumidores. Algunas proyecciones calculan que en el segundo trimestre del 2022 podría comenzar a contenerse el IPC español, pero no deja de ser, por el momento, una mera hipótesis.

Salvar el consumo.
El rebote económico del último cuatrimestre –la salida de una crisis que abarcó todo 2020 y parte del pasado año– ha agravado el proceso inflacionario y amenaza con hundir de nuevo la economía si no se adoptan soluciones urgentes. Las empresas y los consumidores no pueden seguir asumiendo estos incrementos de manera indefinida. Con los salarios desfasados, pronto se resentirá el consumo, el auténtico motor de la economía occidental. Los márgenes de actuación de los agentes sociales se reducen. Llegar tarde en estas circunstancias puede provocar nefastas consecuencias.