El fallecimiento de la reina Isabel II supone la desaparición de uno de los iconos políticos más relevantes del siglo XX y principios de este, una trayectoria de setenta años el frente de la corona británica en los que ha vivivo en primer persona los grandes cambios del mundo sin que la institución que representaba perdiese un ápice de su significado. Este podría ser el resumen del paso de la que hasta ayer fue la jefa de la Casa de Windsor, la obsesión por mantener vigentes todos los valores que encarna a pesar de los avatares del exterior; una actitud con la que ha logrado el reconocimiento casi unánime de todo el pueblo británico y buena parte de la comunidad internacional.

Un imperio desmantelado

Desde que accedió al trono en 1953, Isabel II supo mantener el vínculo de las colonias que se desprendían del imperio británico, una independencia que en la práctica totalidad de los casos seguían reconociendo una especial dependencia con Londres. Esta influencia fue siempre un papel que la reina ejerció con maestría y con una fidelidad milimétrica a las exigencias de cada uno de los primeros ministros con los que despachó, un empeño similar con el que defendió su propio estatus político. Dotada de un olfato especial supo superar la crisis que provocó la muerte de Diana de Gales, acontecimiento que le obligó a rectificar la frialdad protocolaria en la reacción inicial.

El reinado de Carlos III

Su hijo Carlos ha asumido sus responsabilidades como nuevo rey de Gran Bretaña en una sucesión que se antoja complicada y llena de incógnitas, entre otras razones porque llega al cargo con 73 años. Queda en el aire el futuro del legado político que recibe de manos de su madre, capaz de sortear los momentos más complicados sin perder el apoyo popular; el principal sustento de la institución monárquica en cualquier país. La historia perdió ayer uno de sus grandes protagonistas.