Se había resistido, pero el verano, con su aroma dulzón, su calor implacable y sus noches eternas, ha llegado para quedarse. Han pasado semanas desde que nos quitamos el sayo, pero nos habíamos acostumbrado a los días plúmbeos, a las noches deliciosamente frescas y a la sensación de que todos los miércoles no eran sino martes. Ibiza se ha desperezado lentamente abriendo su penacho de plumas para exhibir sus grandes fiestas, dar platos y volumen a los mejores DJ del mundo y abrir restaurantes increíbles en los que perder el sentido, la noción del tiempo y la cartera.
Mientras, nosotros, esa extraña especie llamada «residentes», recorremos con el ceño fruncido las playas, calles y costas que hasta hace unas semanas eran solo nuestras, y asistimos impávidos a un desfile de caravanas y de furgonetas convertidas en tristes moradas en la isla de las oportunidades donde todo es posible... todo, menos conseguir una casa.
El cielo se oscurece y comienza a llover tierra. Es julio, pero el marrón que todo lo tiñe da paso a una metáfora tostada de la que prometía ser una gran temporada que se ha desvestido para quedarse a medias, triste y un poco sola. Porque la gente viene, sí, pero no sabemos dónde duerme ni cómo respira. El eterno aeropuerto en obras así lo atestigua, mientras que el lugar en el que pernoctan parece un misterio. Aunque no hay cifras oficiales de ocupación ilegal, y como la mayoría sabemos que dos más dos son cuatro aunque algunos nos quieran convencer de que suman seis, los portales de Internet ofrecen sin pudor camas calientes por 2.000 euros al mes o apartamentos por 5.000 lereles a la semana. Lo sé porque en menos de diez días mi edificio se ha llenado de personajes de todos los colores, naciones y edades, con un solo detonante común: la falta de respeto. Su huella es amplia y sucia y este tipo de alquiler turístico es ilegal y mezquino. A ellos, y a quienes se hacen de oro a nuestra costa, les da igual. Dejan bolsas de basura en la acera y botellas rotas en una suerte de caos ensordecedor.
Mientras, hoteleros, hostales, pensiones y demás establecimientos reglados, esos que pagan religiosamente sus impuestos, dan de alta a sus empleados y cumplen las leyes de prevención de riesgos, seguridad ambiental y otros pliegos, asisten impotentes a esta sangría que nos perjudica a todos de manera directa o indirecta porque, seamos claros, si las viviendas dejan de ser hogares, los pueblos pasan a convertirse en replicantes. Los barrios se desdibujan, como si el barro que nos cae del cielo hubiese esculpido un nuevo escenario en el que desapareciese nuestros comercios, vecinos y amigos, hasta convertirnos en lo mismo que puede verse en otros rincones sin personalidad ni personas. Franquicias a dos francos.
Pero, ¿y si fuese posible que el mundo entero nos disfrutase sin tener que renunciar por ello a saludar cada día a la adorable parejita que vive desde hace un año frente a mi puerta? ¿Y si pudiésemos dormir tranquilos, sin el ruido de quienes convierten nuestras paredes en discotecas, sabiendo que también descansan en sus habitaciones esos mé- dicos, policías, jueces, chefs, periodistas, albañiles, electricistas, pintores o artistas?
¿No es algo positivo para todos que las Pitiusas sigan siendo un crisol de culturas y un lugar abierto? Yo quiero que todos los julios sean verano, pero sin renunciar a conocer por su nombre a cada dependienta, camarero o sanitario. Yo quiero conducir sin miedo, pasear a mis perros por el descampado de al lado de mi casa, sin esta mezcla de miedo y pena, y que vivir y viajar siga siendo bonito, que deje de ser obsceno y que no nos cueste tanto.
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