Resulta curioso cómo hay momentos en la vida que a uno se le quedan grabados en la memoria para siempre. Una frase, un gesto, una mirada... En el centro educativo donde me formé, éramos pocos en Bachillerato. «Aprovechad vuestra época universitaria, será la mejor de vuestras vidas», nos dijo nuestra tutora, que apenas superaba la treintena. De sus lecciones sobre historia no recuerdo mucho, pero siempre tuve presente su consejo. Pasé siete años en Barcelona. Primero estudiando la carrera que me aconsejaron en casa y, después, la que a mí me gustaba. Hice amigos, conocí gente, viví experiencias inolvidables y aprendí que lo más importante no se aprende en las aulas. Echando la mirada atrás, tengo claro que podría haber aprovechado más el tiempo. Estudiar más, viajar más, pasear más, beber menos y divertirme igual. Si pudiera volver a atrás, a aquel verano de 2002, quizás elegiría otro camino. A veces pienso que lo mejor habría sido quedarme en Ibiza y marcharme a vivir al campo con mis abuelos, para empaparme de un mundo rural que en mi niñez viví tan cerca y tan lejos a la vez que no supe valorar todo lo que tenía en mis manos. Mis abuelos, uno pescador y el otro payés, sabían todo lo necesario para sobrevivir en un mundo de miseria como era aquella Ibiza preturística. Me hubiera gustado convivir con ellos y con mis abuelas, heredar sus conocimientos, saber en qué época se hacen los injertos en los almendros o cuándo podar la vid. Pero perdí el tiempo y todo su saber se fue con ellos. Así al menos es como lo siento yo. Y me da rabia. Y ya no hay vuelta atrás.
Opinión
Tempus fugit
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