Si de algo me sirvió el confinamiento pandémico de 2020 fue para cosas tan buenas como dejar de ver la TV como tal. Me pasé a las plataformas y ahí sigo. No veo un informativo tradicional ni atada, salvo en momentos muy determinados en los que no me queda más remedio. Las redes sociales y los podcasts son infinitamente más útiles.
En aquel lejano marzo de 2020 la visión de Sánchez y compañía rodeados de policías y guardias civiles me generaba un mal rollo horroroso. Casi el mismo que me daba escuchar al insufrible Simón. Si algo tenía claro es que nos estaba pasando lo peor estando en las peores manos.
Mientras unos se ponían las botas haciendo pan y otros se la pasaban en el baño gastando papel higiénico, yo me vi de un tirón series tan fantásticas como Shtisel (en mi vida pensé alguien disfrazado de ultraortodoxo podía ser tan rematadamente guapo), Fauda o Unorthodox. Vi muchas más, evidentemente, pero esas tres me entusiasmaron. Como me entusiasmaba imaginar al tarado de Quim Torra recorriendo como un fantasma los pasillos del Palau de la Generalitat mientras culpaba a Madrid a gritos de lo que estaba sucediendo. Y es que yo aún estaba en Barcelona y miraba hacia Ibiza como un paraíso en el que la gente no se había vuelto tan loca como en la capital catalana. Aquí, al menos, si te bajabas la mascarilla porque ya estabas hasta las pelotas no te insultaban a gritos como allí. La pandemia fue un drama que cada uno vivimos como buenamente pudimos. Recordar aquellos meses a mí me genera un malestar personal tremendo. Pero también rechazo hacia la sociedad de un país que acató sin cuestionar órdenes injustificadas, innecesarias y, sobre todo, ilegales. Entendí entonces claramente por qué Franco murió en la cama después de 40 años de dictadura. Y me preparó para entender por qué hoy los descerebrados que aplaudían cada día a las 20.00 horas desde sus balcones son los mismos que claman por ir a una guerra que no nos incumbe. Qué pena todo…
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