Opinión
Mario Vargas Llosa
Demiurgo de palabras, arquitecto de ficciones donde el tiempo se pliega y la realidad se disuelve. Su prosa, afilada como una daga, bella como un espejismo, ha diseccionado los pliegues ocultos del alma y los entresijos del poder. Desde aquel grito adolescente contenido en La ciudad y los perros, el lector fue testigo del estallido de una voz inconforme, de un autor que venía a subvertir los moldes. Luego, en La casa verde, selva y prostíbulo se fundieron en un espacio mítico donde el pecado tenía raíces ancestrales y la redención, sabor a leyenda. Con Conversación en La Catedral, tejió un tapiz de voces rotas, como un coro griego desmembrado, preguntándose al unísono: «¿En qué momento se jodió el Perú?». Y en Pantaleón y las visitadoras, la rigidez militar se derritió ante el absurdo sensual, mientras la moral se disfrazaba de eficiencia. La tía Julia y el escribidor fue un juego de espejos y carcajadas, donde el amor y la ficción se entrelazan como amantes clandestinos. En La guerra del fin del mundo, Vargas Llosa se hizo profeta, recreando con épica y fuego una revuelta que aún arde en las páginas. Nunca rehuyó la política, como reveló en El pez en el agua, donde se desnudó sin pudor ante sus propias contradicciones. Con El sueño del celta, se adentró en la oscuridad colonial, en busca de redenciones imposibles. Travesuras de la niña mala fue un homenaje al amor impuro, ese que se escapa siempre pero nunca se olvida. Y en Cinco esquinas, exploró el periodismo, el chantaje y el deseo bajo la niebla del poder. Vargas Llosa no sólo escribe novelas: levanta catedrales, crea selvas, desata guerras, inventa amantes, disecciona países. Leerlo es entrar en una conversación eterna con el mundo. Porque en sus palabras, hay un eco de todos los sueños —y todas las derrotas— que habitan al ser humano. El maestro se marcha pero quedan sus libros. DEP.
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