Opinión

La guardia pretoriana

Viernes Santo, en Vila | Foto: Arguiñe Escandón

TW
0

Los viernes de pasión de mi juventud comenzaban en la madrugada, haciendo junto a mis amigos las paradas del Vía Crucis. Entre chafardeos, coqueteos y risas, completábamos el recorrido para irnos después de copas. Porque, en realidad, creer creíamos pero a nuestra manera. El Viernes Santo era la jornada más peculiar, sobre todo desde que mi amiga Maricruz se echó novio justo en un día como ese. Así que ya pueden imaginar las risas en los viernes de pasión posteriores.

Desde entonces, las procesiones y los actos propios de la Semana Santa se han convertido para mí en algo atractivo, que me permite recordar aquellos años mientras disfruto del presente. Sigo creyendo, claro, pero, igual que entonces, a mi manera. Así que me cuesta entender que alguien pueda pretender que una procesión de Viernes Santo tenga que ser sí o sí un ejercicio de supuesta pena contenida porque, dicen, «esto es un entierro». No digo que no sea la representación de eso, pero dudo mucho de que el Dios en quien yo creo tenga en cuenta si a alguien se le escapa un «guapa» dirigido a la Esperanza o si otro quiere expresar su sentir vía saeta. Y más en un lugar como Ibiza, que a estas alturas es como ese Madrid en el que nadie ha nacido pero que todos sienten como propio. Por eso me ha chocado tanto de la «guardia pretoriana» de la procesión del Viernes de Pasión. Si la Semana Santa de Vila es hoy atractiva es precisamente porque cada vez hay más cofradías cuyos integrantes proceden de lugares donde las procesiones se viven de otra forma mucho más intensa, no menos triste, pero sí más bonita. Querer que una procesión tenga una duración determinada a costa del los riñones de los costaleros o que no se produzcan más muestras de fe que las que contemplan unas supuestas normas que nadie sabe quién ha dictado es un despropósito. Estoy segura de que al Dios en el que yo creo eso le parece vanidad. O, aun peor, puro fariseísmo.