Opinión

Un pastor con olor a oveja

El Papa Francisco, en una imagen de archivo. | ZUMA VÍA EUROPA PRESS

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Con la muerte del Papa Francisco, no sólo se cierra una etapa del pontificado contemporáneo, sino que se extingue una voz cuya resonancia moral y espiritual trascendió los confines del catolicismo. Su legado interpela no solo a creyentes, sino a toda conciencia sensible a la justicia, la dignidad humana y la fraternidad universal. De ahí que se le considere un papa periférico: tanto en lo social, como en lo geográfico.

Jorge Mario Bergoglio eligió llamarse Francisco, y con ello abrazó una visión de Iglesia despojada, encarnada, servicial. Su magisterio fue una invitación constante a regresar a lo esencial: el Evangelio vivido con autenticidad. No promovió reformas por simple modernización, sino como fidelidad radical al Cristo pobre y crucificado.

Francisco incomodó. Sus palabras sobre la crisis ecológica, el descarte de los vulnerables y el drama migratorio fueron vistas, por algunos, como gestos políticos. En realidad, fueron eco del Evangelio leído a la luz de los signos de los tiempos. Su Laudato Si’ no fue un manifiesto ambiental, sino una exhortación espiritual: cuidar la casa común es cuidar al otro.

Más allá de sus gestos y documentos, deja una Iglesia en proceso de conversión. Una Iglesia que —aunque aún tensionada entre tradición y renovación— ha sido invitada a caminar sinodalmente, escuchando antes que juzgando.

La historia sabrá valorar la hondura de su pontificado. Hoy, lo despedimos con gratitud y reverencia. Porque en tiempos de ruido, Francisco nos recordó el poder del silencio, la primacía de la misericordia y la urgencia del amor encarnado.

El suspiro del Espíritu Santo nos honrará con otro Papa que no debe ser una copia del anterior, sino un nuevo carisma que avive la llama de la Fe en Europa a través de la liturgia y el ejemplo.