Mehran Karimi Nasseri, conocido popularmente como Sir Alfred, fue un refugiado iraní que vivió en la sala de salidas de la terminal 1 del aeropuerto de París-Charles de Gaulle entre 1988 y 2006 como consecuencia de no haberle sido reconocida su identidad y condición de refugiado a su llegada a Londres procedente de París, lo que provocó su expulsión y regreso a la capital gala, donde tampoco pudo acreditarlas, permaneciendo desde entonces en el aeródromo francés durante la friolera de 18 años. Tras abandonar su improvisado alojamiento en 2006 para ser hospitalizado, regresó nuevamente al que había sido su hogar poco tiempo antes de fallecer en la propia terminal del aeropuerto parisino el 12 de noviembre de 2022 a los 77 años de edad. Su sorprendente historia fue llevada a la gran pantalla en 1993 por el director francés Philippe Lioret en la película En tránsito, aunque fue mundialmente conocida con La terminal, película norteamericana dirigida en 2004 por Steven Spielberg y protagonizada por Tom Hanks interpretando el papel de Viktor Navorski, personaje inspirado en el propio Sir Alfred.
Pero lo que podría parecer un supuesto aislado, casual o anecdótico, una mera historia rocambolesca propia de un guion de Hollywood o la trama principal de cualquier novela de Kafka, está ocurriendo ahora mismo aquí, dentro de las fronteras de nuestro propio país. En pleno siglo XXI, ni más ni menos que entre 400 y 500 personas habitan en la actualidad en el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, convertido por estos peculiares pasajeros en un improvisado albergue retransmitido en directo para todo el planeta a través de los ojos de los miles de turistas que arriban o parten de la capital madrileña dejando para la posteridad imágenes más propias de un país tercermundista que de un estado social y democrático de derecho miembro de la Unión Europea como el nuestro. El elevado coste de la vida, unido a los cada vez más reducidos, limitados y precarios salarios y, en especial, al problemón en que se ha convertido el acceso a una vivienda digna en nuestro país, está provocando que no solo personas sin trabajo, con problemas de salud mental, indigentes, parados o inmigrantes sin posibilidades laborales legales se conviertan en moradores perennes de unas instalaciones de tanta relevancia para la seguridad y la economía de nuestra nación, sino que también encuentren cobijo en ellas trabajadores nacionales a los que simplemente no les alcanza para poder costearse un techo más digno que el que les facilita de forma gratuita el aeropuerto madrileño.
Vendemos sol, playa, toros, sangría, paella y cachondeo a raudales, pero justo en la principal puerta de entrada a nuestro país se muestra sin compasión la crudeza de la complicada situación en la que actualmente se encuentran sumidos una enorme mayoría de los españoles, lo que choca frontalmente con la pasividad en la actuación de quienes nos gobiernan administrando nuestros recursos. Y ojo, porque esta curiosa ocupación trae consigo a su vez una multitud de problemas adicionales que alteran el correcto funcionamiento del servicio que presta el aeropuerto. Se producen peleas y agresiones cuando se realizan labores de limpieza en las dependencias ocupadas. Se crea un suculento, frecuente y concurrido mercadeo de drogas que son consumidas en el propio lugar, donde se acumulan jeringuillas, papelinas y restos de estupefacientes. Se ejerce la prostitución en los baños y zonas que no cuentan con videovigilancia a cambio de dinero, drogas o cualquier otra contraprestación, e incluso ha sido necesario fumigar la T4, que es la que mayor población concentra, ante la aparición de una plaga de chinches y pulgas que se ceban sin piedad con los trabajadores de Barajas. Por el momento, además de eludir unos su responsabilidad en el desaguisado para imputársela a los otros y viceversa, las únicas medidas que se han adoptado se concretan en ocultar a esta extraña comunidad vecinal del resto de usuarios trasladándolos a zonas más apartadas y menos visibles, a prohibir el acceso a la terminal sin portar billete e impedir que se reparta comida por parte de las ONG. Pero a día de hoy continúa esta vergonzosa ocupación que afecta de forma grave la salud, seguridad y funcionalidad de una de las principales infraestructuras públicas de nuestro país, convertida por la desidia y dejadez de todos en un auténtico gueto.
Ya saben que tampoco hace falta irse demasiado lejos para encontrarnos con tres cuartos de lo mismo. Podemos verlo a nuestro alrededor, detrás del recinto ferial, junto a una rotonda de la carretera de Ibiza a San Antonio o en la zona de Es Gorg, donde cientos de personas, incluidos menores, habitan en improvisadas infraviviendas hechas de palos y lonas, en coches, en tiendas de campaña o en caravanas. Como estos mismos ocupantes afirman «si no hay vivienda ni para los médicos ¿Cómo van a encontrar alojamiento asumible simples temporeros?». Ni Paradores de España puede ofrecer salarios dignos que posibiliten cubrir más de diecisiete de los cuarenta y un puestos de trabajo necesarios para la puesta en funcionamiento del que lleva asomando años detrás de la Catedral. Veremos cuánto tardan estos ciudadanos en darse cuenta que no tienen por qué pasar calor en estos asentamientos durante los próximos meses cuando pueden habitar plácidamente en las instalaciones del aeropuerto de Ibiza con aire acondicionado y baños en que poder asearse en mejores condiciones que en un simple descampado. Veremos qué ocurre cuando la principal puerta de entrada del único motor de la economía local se vea seriamente afectado al mostrar una imagen más real de la situación actual de la población isleña que la que se representa en los carteles publicitarios de las fiestas de las discotecas que deslumbran nada más poner un pie en la isla.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? ¿En qué momento la vivienda, un bien esencial, se ha convertido en algo prohibitivo? ¿Cómo es posible que con los abundantes recursos económicos del país los ciudadanos deban vivir así? ¿Dónde quedan los fundamentos básicos del estado social? No hay suficientes profesores, médicos, policías o funcionarios. No se les incentiva económicamente. No tienen forma de conseguir un alojamiento digno a un precio asequible. El nivel de delincuencia va en aumento, la inmigración ilegal está desbocada y el coste de la vida por las nubes. ¿Y qué se hace para atajar el problema? Pues el gobierno está más preocupado en satisfacer las múltiples peticiones de sus socios y en apagar los constantes escándalos que envuelven a sus integrantes y allegados que en tomar cartas en el asunto. La oposición está más interesada en sacar rédito electoral de esta caótica situación que en plantear medidas realmente efectivas. Entre ambos el «y tú más» se ha convertido en el único hilo de comunicación mientras los ciudadanos pagan con sus penurias la inacción de sus dirigentes.
Como no se ponga más pronto que tarde remedio efectivo a esta situación nos sentiremos como Sir Alfred, que no solo sufrió en sus propias carnes que no le fuera reconocida su identidad o nacionalidad, sino algo peor, ni tan siquiera su simple condición de ser humano, porque actualmente nuestro estado del bienestar está en fase… terminal.
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