Bombas atómicas para todos

Una explosión | Foto: Europa Press/Contacto/Natascha Tahabsem

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En más de siete décadas nadie ha utilizado un arma nuclear en combate. Pero no es un mérito de la cordura, sino del miedo. Un equilibrio macabro sostenido por la amenaza de destrucción mutua asegurada. Sin embargo, mientras las potencias nucleares históricas mantienen su arsenal bajo llave, países empobrecidos como Pakistán, India o Corea del Norte invierten miles de millones en el desarrollo de programas nucleares y en la fabricación de misiles en los que instalar ojivas. Quieren estar a toda costa en ese exclusivo y peligroso club. Tener la bomba te da asiento en la mesa de los grandes, aunque tu población muera diezmada por enfermedades evitables o carezca de escuelas dignas. Pakistán, por ejemplo, dedica menos del 2% de su PIB a educación, pero presume de capacidad atómica. Corea del Norte es directamente una distopía famélica que gasta lo que no tiene en misiles intercontinentales. La paradoja es insultante. En vez de garantizar derechos básicos como la sanidad o la educación, los gobiernos de estos países apuestan por un poder destructivo que no alimenta, no cura, no educa y no trae ningún progreso. ¿Qué sentido tiene blindarse ante una guerra hipotética si no se puede atender a los vivos? Pero a muchos líderes les importa más la gloria militar que el bienestar de sus naciones. A no ser que realmente perciban que su existencia misma está en riesgo, razón por la cual hay armarse con la munición más mortífera que exista. Pero ¿acaso la pobreza no supone un riesgo mayor que el que pueda representar un vecino enemigo y belicoso? El verdadero poder de una nación no está en su capacidad de destruir, sino en su capacidad de cuidar. Las armas nucleares no son símbolo de fuerza, sino de mentes enfermas y almas podridas. Hacen bien Trump y Netanyahu en impedir que Irán tenga armamento atómico, pero mejor sería que ellos mismos tampoco tuvieran.