Opinión

Sa Trinxa

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Sa Trinxa siempre ha sido un chiringuito canalla y excitante. Afortunadamente Guillermo jamás cayó en la cursilería de llamarlo beach-club. Pese a mi alergia a la música electrónica, reconozco que era una magnífica alternativa para ligar en la idílica Salinas al caer la tarde, moverse con los ritmos de ese beatnik que es Jon Sa Trinxa, burlar la ruta forzosa de clubbers que se van a hacer cola y agitar el brazo a lo sieg hail en tanta megadisco comercial, irme a cenar al Xarcu y luego bailar a la cubana en Pereyra.

Ahora les han prohibido los Djs, pero no la música. Es una forma más de la ley para cogérsela con pinzas. Alegan los rebeldes que es una maniobra de los tiburones para atraer más gente a sus atestados garitos de very impossible people. Puede ser. Es chocante la diferencia de criterio con unos y con otros. Hay demasiados locales estruendosos, incluso en zonas urbanas, que parecen tener carta blanca para alterar el ritmo cardiaco del vecindario con sus insultantes decibelios.

Y qué decir de las barcazas electrónicas, party boats. Son un atentado diario a la armonía del mar. Sus patrones trabajan con tapones en los oídos, pero les da igual destrozar la siesta a las casas de la costa o violar sonoramente a bañistas y barcos fondeados en lo que era paradisiaco oasis. Su grosería supone una aberración y deberían estar obligados a guardar más millas de distancia para su negocio.

Pero nada, las administraciones se esmeran antes por la tranquilidad de gaviotas, ratas y bichas de parajes protegidos (lagartijas cada vez hay menos y a las cabras las montaron un safari), que en defender a los humanos de tanto gañán sin respeto, incluso dentro de núcleos urbanos. Un clamoroso sinsentido de mafiosa comprensión.