Opinión

Rebelión a bordo

Turistas paseando por el puerto de Ibiza | Foto: Arguiñe Escandón

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Vaticinan que este año superaremos los cien millones de turistas. ¿Es un triunfo o un fracaso? Tal debate haría las delicias de cualquier sofista y hay opiniones para todos los gustos. Ya hace años la dulce, bella y triste Francoise Sagan clamaba: «¿Oh, pero usted todavía viaja?». La autora de Bonjour Tristesse consideraba que ya no valía la pena moverse por la globalización de la gilipollez, la proliferación de cadenas de gusto-susto estándar que ofertan los mismos productos en Marsella y en Saigón, las hordas de packs turísticos bajo cuya pezuña no vuelve a crecer la hierba, la omnipresente masificación estival, etcétera.

En cambio el branco mais preto do Brasil, Vinicius de Moraes, cantaba que el viaje es el arte del encuentro. Por supuesto que sí. El viajero es absolutamente diferente al turista, pues carece de pasaje de vuelta, es contrario a cualquier apartheid turístico, aberrantes dietas todo incluido o cordones very indecent people; se mezcla y enamora con los indígenas, tiene cierto sentido de la aventura y se fusiona tanto con la cultura nativa que, en pantagruélicas ocasiones, ha podido acabar en la olla de alguna tribu de caníbales con esplendorosa sonrisa de caimán.

Y además el viajero se rebela ante la injusticia y el maltrato. Antes irá en mula que decaer en trashumancia aérea de ganado turístico. Y digo ganado porque en las aerolíneas cada vez te tratan peor. Las quejas de cierto pinchadiscos de fama en el planeta clubber por estar cociéndose horas en el interior de un avión sin aire acondicionado en tierra ibicenca son de lo más habituales. Pero ¿por qué el ganado no se rebela? Una cosa es ser pasajero y otra muy diferente ser prisionero. A veces es fundamental armar un motín.