Opinión

El Estado contra Ibiza

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Resulta casi quijotesco contemplar cómo el Consell d’Eivissa osa introducir un atisbo de racionalidad ecológica regulando la entrada de vehículos, frente al dogma del crecimiento infinito. ¿Cómo atreverse a perturbar la sagrada circulación del turismo motorizado? Para sofocar tamaña osadía acuden raudas las instituciones del Estado.

La DGT muestra una conmovedora indiferencia ante los colapsos estivales que convierten las carreteras insulares en un tapiz ardiente de hojalata. La CNMV, que debería velar por la transparencia financiera, parece más preocupada por garantizar la estabilidad bursátil de las cotizadas del rent a car, no vaya a ser que un límite razonable de coches altere sus balances. Y AENA, faro del paradigma extractivo y de la gestión negligente, teme que reducir flotas de alquiler vacíe sus lucrativos aparcamientos, sacrificando sin pudor el frágil equilibrio territorial en aras del dividendo.

Así, el Consell se erige en rara avis institucional, al reconocer una obviedad: el territorio es finito, su capacidad de acogida tiene umbrales y rebasarlos conduce a la degradación. Hablar de contención no es un capricho ideológico, sino una muestra de sensatez ante la presión demográfica y turística. Sin embargo, para el centralismo madrileño socialista, Ibiza es poco más que un plató hedonista, donde los residentes, el paisaje y los acuíferos son externalidades sacrificables.

Bienvenido, pues, este tímido intento de imponer un principio de realidad por parte del Consell d’Eivissa. Si aguardamos a que la DGT, la CNMV o AENA amparen el interés general de la isla, sólo nos quedará un laberinto interminable de atascos, decorado con coches de alquiler, donde el último vestigio del paraíso pitiuso sea apenas un recuerdo irónico de lo que fue.