Uno de los aspectos más inquietantes de esos inacables conflictos que con carácter periódico estallan en los Balcanes durante los últimos años radica en la episódica preocupación que tan sólo sienten los Gobiernos mundiales llegado el momento de la guerra, y que contrasta con la falta de interés por forjar una auténtica paz en la zona. En el fondo se trata de una actitud que es consecuencia de lo rematadamente mal que se hicieron las cosas desde el primer momento tras el fin de la Yugoslavia de Tito. Entonces, la Comunidad Europea decidió dejar en suspenso todo reconocimiento hasta que se hubiera perfilado una estructura sólida que sustituyera a la antigua Yugoslavia. Corría el mes de diciembre de 1991. Pero pocas semanas más tarde y de forma sorprendnete, Alemania reconocía a Eslovenia, primero, y a Croacia después. Maniobra que llevó a Francia a reconocer a Serbia, también de forma inmediata, quedando Bosnia, Macedonia, Kosovo y Montenegro sujetas a un destino que obviamente debía de pasar por convertirse en víctimas de la voracidad de sus poderosos, y «reconocidos», vecinos. El rosario de conflictos acontecidos desde entonces, no es sino una lógica consecuencia de aquel error inicial. Y eso es algo que conviene ahora recordar, cuando se tiende a culpar a Milosevic, y sólo a Milosevic "cuya falta de talla moral está fuera de toda discusión" de todos los males. Serbia se creció y emprendió una política de agresión, simplemente porque se lo consintieron. La responsabilidad de una Alemania que desde el principio actuó al dictado de sus intereses es algo que nunca se debe dejar de tener en cuenta. Tal vez esa mala conciencia es la que lleva ahora a los alemanes, aunque algo tarde, a proponer la celebración de una conferencia de paz para el sur de los Balcanes. Sea como fuere, aquí de lo que se trata es de asegurar una paz duradera para la región. Bien a través de esa iniciativa diplomática, bien aceptando esa posible opción de un Kosovo independiente que Washington parece estar calibrando.