Desaparecida la Unión Soviética, Rusia tomó el relevo de la misma en el nuevo orden mundial, con el beneplácito de las restantes naciones implicadas en el equilibrio de fuerzas, especialmente los Estados Unidos, que aceptaron que, en la ONU por ejemplo, el lugar que ocupara la extinta URSS le fuera asignado a Rusia.

Los siete países más ricos del mundo, por ejemplo, forman el llamado G7, del que, por su desastroso balance contable, queda excluida Rusia que está empobrecida hasta límites extremos. Ahora, el grupo de estos siete, en el que, por tanto, no está Rusia, se llama G7 más Rusia, país que depende de los fondos internacionales incluso para pagar los sueldos atrasados de funcionarios entre los que están los militares.

En esta situación, todas las bravatas de Yeltsin, la Duma y los representantes rusos no tienen otra base que la posesión de una fuerza nuclear que, dicen, apunta a una u otra parte, como si los misiles de corto, medio y largo alcance no pudieran dirigirse a cualquier objetivo al instante. Lo que ocurre es que en la situación de quiebra actual, Rusia, además de no tener todos los ingenios nucleares de la Unión Soviética, ve cómo su poder armamentístico atómico se torna obsoleto por falta de recursos económicos.

De manera que el papel de Yeltsin y Primakov, como mediadores en el conflicto de los Balcanes, no tiene grandes posibilidades de éxito porque, además, se hallan absolutamente desamparados en todo el mundo en su intentos de salvar a Milosevic y Yugoslavia en su labor genocida. Más bien pudiera ocurrir lo contrario: que se les dejara tener un papel principal en caso de acuerdo final. Ni siquiera Annan y la ONU pueden hacer otra cosa que subirse al carro de los vencedores cuando los haya, si es que llega a haberlos.