El hecho de que haya transcurrido ya un mes desde el inicio del conflicto en los Balcanes, permite que la situación se pueda enfocar con más tranquilidad -nunca con frialdad- desde distintos puntos de vista. Superada la desorientación inicial que causa el estallido de las bombas, la situación se presenta como un auténtico poliedro susceptible de ser observado atendiendo a cada una de sus múltiples caras. Y una de las que más habitualmente se escudriña en estos casos, es la económica. Al coste de por sí elevado de la guerra, de las acciones propiamente bélicas -se dice que un día, un solo día, de ataques aéreos de la OTAN cuesta unos 125 millones de dólares-, hay que añadir las consecuencias que del conflicto se derivan, y que por presentarse muchas veces a largo plazo, no siempre son fáciles de evaluar. No obstante, algunos descalabros económicos son ya fácilmente constatables. Nos referimos, por ejemplo, a esa campaña turística ya arruinada de zonas próximas al escenario de combate, como serían Croacia y la costa adriática de Italia. Ello por no hablar del evidente perjuicio que el comercio está sufriendo en países como Bulgaria o Macedonia, indirectamente sometidos a una especie de bloqueo por las necesidades mismas de la guerra. De lo circunstancial a lo esencial, cabría referirnos también aquí al impacto -hasta ahora no demasiado considerable, y en tanto no se pase a una intervención terrestre- causado en los mercados financieros. Pero quizás lo que más puede preocupar a los analistas económicos es la repercusión de la guerra en la «credibilidad» del euro, y aún más importante, en un posible frenazo de la economía europea. Un crecimiento económico que podría verse afectado por tres conceptos: el aumento del gasto público de los países implicados a fin de financiar la guerra, el alza de los tipos de interés y la obvia caída del consumo. Consideraciones humanitarias aparte, éste es el panorama a considerar en una guerra de impredecible pronóstico en cuanto a su desarrollo.