Eivissa era hasta hoy el único lugar del mundo que rendía tributo a sus corsarios, una figura que la historia coloca a medio camino entre el pirata y el mercenario y que la memoria del pueblo se ha encargado de mitificar. Durante muchos años se ha homenajeado desde su emblemático monumento en el puerto de Eivissa a los hombres que antaño se encargaron de custodiar las costas de las Pitiüses del que entonces se consideraba un invasor. El Ayuntamiento de Eivissa ha decidido este año que no hay lugar para este acto sin aclarar cuál va a ser su futuro concreto. La suspensión de este homenaje sentará ahora las bases para un debate popular, y no tan popular, en el que se discutirá si esta conmemoración formaba ya parte de la tradición ibicenca o si más bien no dejaba de ser una costumbre impuesta, ajena realmente a la participación.

Las tradiciones y costumbres arraigan no sólo cuando tienen su sentido de ser sino también cuando los que participan de ellas encuentran un sentido a la existencia de estos actos porque se identifican plenamente en lo que se celebra. Las tradiciones bien entendidas, vistas así, no son buenas ni malas. Pertenecen a un pueblo y no entienden de colores políticos.

La supresión del homenaje a los corsarios, tal y como se celebraba, no está exenta de ser una decisión política que encontrará su propio caldo de cultivo para la discusión en estos mismos foros. Los representantes políticos, que no podrán dejar de lado el sentir popular -verdadero sustento de la tradición-, además, tendrán que dar inevitablemente una respuesta , especialmente a quienes consideren un error perpetuar la memoria de los corsarios sólo en los libros de historia y en los folletos turísticos si se llega a ese extremo. Corren nuevos tiempos para los corsarios de las Pitiüses.