Durante las vacaciones son muchos los que sufren el llamado síndrome de la inmortalidad, lo que se traduce en la sensación de que en esos días de asueto, en los que viajan a lugares maravillosos, nada puede pasarles. Los Dioses les han ungido con superpoderes que les permiten conducir rallys por carreteras desconocidas, saltar de balcón en balcón, hacer tirabuzones desde un barco hasta caer de forma grácil al agua o, simplemente, cruzar la calle como si no hubiese mañana. Esa capa invisible, al más puro estilo de "El traje nuevo del emperador", placebo de la insensatez, les lleva a alquilar motos sin pericia al volante, a comprar sustancias prohibidas a desconocidos o, incluso, a chupar sapos vivos, que supuestamente les llevarán a otros mundos psicotrópicos. Esto último es lo que menos entiendo, tal vez sea mi carácter plebeyo y descreído de princesas y ranas, la fuerza con la que me grabó en el disco duro mi madre aquello de "no cojas caramelos de desconocidos", cordura y escrúpulos, o simplemente la certeza de que si uno viaja a Ibiza, no necesita ir a otros mundos mejores porque, sencillamente, no existen. Acepto que durante las vacaciones la mayoría de nosotros comemos y bebemos de más, echando por tierra todas las dietas, deporte y promesas hechas durante el año, pero somos muchos los que a su término, queremos volver de una pieza a nuestras rutinarias pero deliciosas vidas en las que dormimos ocho horas y degustamos insípidas y sanas ensaladas. Tal vez por eso cuando leemos o escuchamos que esos "inmortales" hacen "balconing" y se juegan, y a veces se deja la vida entre salto y salto, se nos ponen los pelos como escarpias y sentimos empatía por sus novias, madres o amigos. Porque en la mayoría de los casos son chicos jóvenes los que deciden dejar de jugar esta partida, apostando de forma absurda y sin premio al todo o nada.

Esta semana el jugador de esta ruleta rusa ha sido un polaco que quiso demostrar su pericia buceando, y que se lanzó al mar desde una embarcación recreativa. Su perennidad se quedó cosida a la proa de ese navío entre canción y canción, entre copa y copa. Los medios más avezados publicaban horas después que el demonio que le instó a cometer semejante locura fue un cóctel de cristal y de otras drogas con nombres incoloros e inodoros. Desconozco sus fuentes y cómo pudieron saber antes que el forense qué nombre tenía esa valentía teñida de inconsciencia, pero ese salto al vacío, como el que protagonizó Najwa Nimri en la película con este nombre, solo tuvo ida.

Lo curioso de este accidente, porque eso es lo que ha sido, es lo bien que les ha venido a los que demonizan a las "Party Boat", o excursiones marítimas de toda la vida, para asegurar eso de "se venía venir; sabíamos que pasaría…", y toda esa retahíla de chascarrillos propios de los adivinos post mortem. Tal vez si se regulase este tipo de actividad, basada en disfrutar del atardecer de Ibiza al ritmo de la música y con una copita en la mano, a veces de más, se normalizaría a este sector que sufre el dedo acusador de los que otrora señalaban a los hoy florecientes beach club como culpables de todos los males de la isla.

El debate aquí no es "party boat sí, party boat no" porque, del mismo modo que no se puede acusar de negligentes a todos los hoteles de la isla porque algunos de sus huéspedes decidan imitar a Superman, tampoco puede atacarse a todas las empresas que explotan este tipo de servicios de forma legal y segura porque un descerebrado escuche el canto de las sirenas. El síndrome de la inmortalidad, como el de Peter Pan, o el de Diógenes es muy difícil de abordar en un simple artículo. Cualquiera de ustedes lo han sufrido cuando ha cogido el coche después de una cena regada de buen vino, aunque miren hacia otro lado y hagan de su cordura un sayo. Nos acecha, nos hace creer que nada puede pasarnos, y se presenta en la juventud con mayor acervo.

Ojalá hubiese más cabinas en nuestra isla, tal vez así los superhéroes que nos visitan podrían calzarse con mayor fortuna el traje y no tendríamos malas noticias que contarles.