Recuerdo cuando, de muy pequeño, acompañaba a mi padre en sus visitas de obra; mientras él estaba resolviendo los típicos problemillas de todo proyecto, yo me dedicaba a amontonar ladrillos, levantar paredes y hacer cuartuchos tamaño niño de 8 años.

Si conseguía terminar el primer cuartucho, de repente me daba cuenta que lo había hecho demasiado pequeño, y ni siquiera podía tumbarme dentro. Si disponía de más ladrillos, empezaba a levantar un segundo cuartucho adosado al primero, pero ésta vez lo hacía más largo y más estrecho de forma que pudiese estirarme dentro.

Una vez terminada la segunda estancia de mi nueva residencia, normalmente tenía que esperar hasta la siguiente visita de obra, rezando para que los ladrillos siguiesen allí. Con suerte, tras unas cuantas visitas y la enorme paciencia del constructor, conseguía completar mi casita de salón, cocina y dos dormitorios. Algunas veces me encontraba con que un albañil metementodo había llenado de babas grises toda la casa, al unir los ladrillos con mortero o colocar machihembrados como techo; con lo que perdía toda posibilidad de cambiar la distribución y mejorar mi proyecto… Otras veces, simplemente habían desmontado la casita para usar los ladrillos en la obra.

Vamos, que sin saberlo estaba haciendo ‘arquitectura efímera’. Pues construía sabiendo que en breve se tendría que demoler.

Cuando años más tarde llegué a Ibiza por primera vez, ya como estudiante de arquitectura, lo que más me sorprendió (dejando de lado el shock al entrar en Pachá por primera vez un día de fiestón) fue la simpleza y la pureza de líneas de las casas ibicencas; que en muchas cosas se parecían a mis cuartuchos de ladrillo.

Los rotundos volúmenes encalados en blanco, maclados entre ellos y matizadas sus aristas romas con el sol, eran la seña de identidad de multitud de casitas emplazadas en parajes idílicos de cultivos con almendros, olivos y algarrobos, y construidas aprovechando las características del terreno para esconderse del Norte y abrirse al Sur. Esas casitas, aún hoy, consiguen transmitir una serenidad visual y sensitiva impresionante, pues sus formas y proporciones son esculpidas a base de tiempo y vida, a escala humana.

Tras informarme, descubrí que el secreto de ésta arquitectura tan básica y preciosa no es otro que el saber aplicar con lógica las necesidades reales de las personas, aunque con medios materiales muy limitados. Y es ésta forma de crear la que propicia que las mutaciones, que irremediablemente sufren éstas casas, sean siempre como resultado de la evolución de nuestras necesidades cotidianas. El tiempo lo cambia todo…

Cuando un ibicenco se casaba, con suerte heredaba un trozo de tierra de sus padres o abuelos; en él solía haber un pequeño almacén, donde la familia guardaba los aperos de labranza o el tractor.

Tras vaciarlo de trastos y adecentarlo, ya tenía una casita para vivir con su nueva mujer.

Si aún tenía más suerte, el terreno estaba equipado con pozo y pequeños corrales para el ganado: varias gallinas, alguna cabra y quizás un cerdo, aunque lo normal era que los animales se quedasen en la finca de los padres, en cuyo caso podía incorporar los corrales al almacén sin demasiadas obras; y así tener dormitorio, cocina, trastero o baño.

Con el paso del tiempo, llegaba el primer retoño; al almacén le aparecía por la fachada Norte un ‘grano’ de tres por cuatro metros, y ya tenían la habitación del niño. Pero claro, no hay una sin dos… Y a los pocos años surgía otra protuberancia, primero en su mujer y luego en la misma casa.

Lo que empezó siendo un almacén de 40 metros cuadrados, en pocos años se había convertido en una casa de tres dormitorios, cocina, baño, aseo, salón, comedor, porche y terraza. Unos 150 metros de casa.

Pasaban aún más años y la casa ya se había adaptado a la ‘vida moderna’, es decir unos 250 metros cuadrados. Además empezaba la metástasis, y alrededor de la casa crecían la piscina, el chill-out (quiero decir merendero o porche para las torradas), el garaje para dos coches y la zodiac de los niños; también un apartamentito para los invitados, separado varios metros de la casa para que no tocasen demasiado las narices durante sus visitas.

En el mejor de los casos, a lo largo de esos años alguien de la familia se había ido preocupando de registrar o legalizar todo esto a medida que se iba haciendo; pero la mayoría de las veces, para la administración y tras varios lustros, esa casona seguía siendo sólo un almacén de 40 metros cuadrados. Todo lo demás era ilegal o ‘fuera de ordenación’, aunque a nadie le preocupara.

Con la aparición del Plan Territorial Insular hace 10 años, el marco urbanístico para suelo rústico quedaba finalmente bien definido y argumentado. Toda finca en el campo debía adaptarse al PTI, con lo que cualquier nueva construcción o reforma y ampliación debía respetar los parámetros en él indicados.

Si éste ibicenco con su familia ya de 5 miembros seguía teniendo suerte, probablemente su propiedad no estaba –aplicando el PTI- dentro de zonas protegidas, forestales, de interés comunitario, para las aves o lo que sea; si estaba en suelo común o forestal y sin ‘bicho’ (sin limitaciones de cualquier otro tipo), podía no sólo legalizar su casa metastática, sino que incluso le quedaban parámetros para hacer algo más.

Si no tenía tanta suerte y estaba en zona medio protegida, podría llegar a legalizar lo existente. Pero nada de ampliar.

Y si no tenía nada de suerte y no podía obtener la legalización al estar en zona muy protegida (por ejemplo una cima o un acantilado en línea de costa), no le quedaba otra que esperar a tiempos mejores, y vivir fuera de ordenación. Es decir, alegal.

En los últimos años las cosas han cambiado un poco…

El padre, con la casa ya legal, quiere regalar a sus tres hijos sendas porciones de tierra segregadas de su finca matriz. Tras hacer las consultas pertinentes en el Ayuntamiento o en el Consell Insular, empieza los trámites para la segregación. Obviando los detalles del proceso que puede llegar a ser farragoso, consigue escriturar una finca para cada hijo.

Entonces, uno de sus hijos decide vender su porción. Oferta y demanda. El comprador quiere asegurarse de que podrá construir su casa antes de comprar, por lo que se informa. Para sorpresa de ambos, les dicen que en la finca sólo el heredero puede tener licencia de obras para hacer su vivienda, pues la superficie total no alcanza el mínimo exigible para esa zona; es decir: si bien al hijo le hacían falta poco más de 11.000 metros para poder edificar, el comprador -normalmente extranjero o foráneo- necesita 15.000. Parece razonable, pues quiere evitar la especulación y masificación en el campo.

Lamentablemente, a vueltas con la ley de la oferta y la demanda, el hijo sigue queriendo vender y el comprador extranjero sigue queriendo comprar. Las interpretaciones de ley que vienen a partir de ahora son siempre limítrofes o incluso alegales: el hijo presenta proyecto de edificación a su nombre. La finca sigue estando a su nombre. El comprador intenta amarrar todas las posibilidades y riesgos que se le ocurren, pero nada va a impedir que esté invirtiendo en algo que, legalmente, no es suyo. Se alargan los plazos y empiezan las dudas y la desconfianza, lo que valía hace un año ahora ya no. Y ya tenemos el jaleo montado.

Si además incluimos en el proceso a intermediarios, técnicos, constructores, abogados y asesores, el problema puede llegar a ser interminable, eterno. Y también alegal.

Se me ocurren muchas otras situaciones y soluciones en el ámbito urbanístico de suelo rústico, donde siempre existen dos respuestas para un mismo problema; pero al fin y al cabo se tratará de apaños mal resueltos, como interpretación personalizada de una normativa que se antojaba muy clara.

Y de asuntos como las necesidades reales de las personas, el inexorable paso del tiempo y cómo influye en sus casas, o la belleza intrínseca de ésta arquitectura tan simple y pura, pero en el fondo efímera y en constante mutación… De estas minucias, siempre habrá no dos, sino múltiples interpretaciones del mismo problema. Lo fácil es hacer como aquel albañil que me desmontaba el cuartucho y reutilizaba los ladrillos, o el que lo terminaba y habilitaba como caseta para el perro… Pero yo hubiese preferido que me dejasen mi cuartucho sin babas de cemento ni tejados, y un buen montón de ladrillos a su lado. Con tiempo y buenos consejos seguro que llegaría a un punto intermedio.