Soy de esa generación que no tenía teléfono móvil y que quedaba con las amigas junto a una cabina de teléfonos por si Superman hacía acto de presencia, o bajo el termómetro de una plaza. Todavía recuerdo todos los números fijos de mi pandilla del colegio y conservo un centenar de fotos de toda mi adolescencia. Mis locuras, momentos bochornosos o grandes hitos, descansan en pocas memorias y mi honor, intimidad e imagen están salvaguardados porque las redes sociales irrumpieron cuando la edad del pavo ya había dejado la acción y solo evocaba un gracias.

Reconozco que soy una férrea usuaria de unas herramientas que como periodista me permiten llegar a un mayor público objetivo, estar informada al momento o recuperar la pista de amistades que, de otro modo, estarían fuera de mi alcance, pero me preocupa el efecto que pueden tener en unas nuevas generaciones que dan más importancia a lo que hay detrás de la pantalla que a quien tienen enfrente. Términos como «viralizar» contextualizan a la perfección las modas de «selfies», «retos» o «postureos» que se contagian de Facebook a Facebook. Una «enfermedad» benigna en la mayoría de los casos pero que se ha cobrado vidas, por ejemplo, por ese afán de autoinmortalizarse a los pies de un barranco o mientras se conduce.

Estos días nos invitan a que nos lancemos un cubo de agua helada por la cabeza para «mojarnos» por la ELA. Se trata del Ice Bucket Challenge o el reto del cubo de hielo que ha logrado llamar la atención sobre la Esclerosis Lateral Amiotrófica y concienciar a la población de la necesidad de investigar sobre ella en busca de una cura. Se trata una enfermedad neurodegenerativa que afecta a las neuronas motoras, que son las que mueven los músculos, y que en el 50 por ciento de los casos nos deja una esperanza de vida de entre seis y diez años.

En mi caso les diré que mi abuela y mi tío fallecieron por esta grave dolencia que no tiene cura y que todavía es una gran desconocida. Se trata de una campaña muy positiva porque aunque en su segunda parte, en la de donar diez euros o dólares por cada persona que se graba aceptando el desafío, no ha tenido tanto éxito como en la primera, al menos ha dado visibilidad a una dolencia que necesita ser vista para ser oída y, sobre todo, escuchada. Obviamente les invito a completar la ecuación y a solidarizase con el bolsillo en vez de con el frío baño para combatir esta noble causa. Las redes sociales dan miedo, aterran a padres que temen que pederastas acosen a sus hijos o que estos se expongan demasiado, despiertan la desconfianza de empresarios que temen las críticas desde sus post y asustan a amantes que no quieren ser cazados, pero también tienen esa cualidad innegable y viral que permite que asociaciones sin ánimo de lucro o personas que necesitan ayuda tengan un altavoz desde el que alzarse.Todos los canales desde los que se pueda hacer uso de la libertad, dar información o divulgar que hay miles de personas a la espera de una cura son merecedores de nuestro respeto solo por eso. Dar visibilidad a los enfermos de cáncer o lograr que un niño pueda contar con la silla de ruedas que necesita, hace que todo este paripé merezca la pena. Si entre medias se cuelan exaltaciones del amor, de la amistad o «checkings» de nuestro paso por los mejores restaurantes, locales de ocio u hoteles, ¿a quién podemos hacer daño?

Las redes sociales muestran nuestra mejor cara, la que se aleja de nuestra foto del DNI. Nos descubren felices, sonrientes, guapos y sin preocupaciones. También hay quien usa estos medios para no dejar títere con cabeza o los que canalizan eventos tan interesantes como la subasta benéfica que organiza la Galería de Arte P|ART IBIZA el próximo 13 de septiembre para recaudar fondos para APNEEF.

Hay de todo en este mundo del señor y yo, que soy de las que ve el vaso medio lleno, creo firmemente que nos aportan más de lo que nos quitan.

Eso sí, me alegro de que en mis tiempos mozos ninguna de mis amigas me obviase por la pantalla de su iPhone y emplazo a los que son padres a emular a los nuestros. Esto ya no tiene cura.