Del misterio de la Cruz proceden la salvación, la vida y la resurrección.

La serpiente de bronce, alzada por Moisés en un mástil, era el remedio indicado por Dios para curar a quienes eran mordidos por las serpientes venenosas del desierto. Jesucristo compara este hecho con su Crucifixión, para explicar así el valor de su exaltación en la Cruz. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna. Con estas palabras se sintetiza cómo la Muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por los hombres. La entrega de Cristo constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor. No se puede vivir sin amor. El hombre permanece para si mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no participa en él vivamente.

Dios es amor, dice San Juan, el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él.

San Pablo nos dice: Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y, mientras vivo en esta carne, vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí.

( Gál. 2, 19-20)